«La Dependienta», de Sayaka Murata, retrata la misma ciudad de los rascacielos y templos shintoístas pero en una capa más profunda: la social, incluidas sus populares tiendas.

Por Agustina Ordoqui

Tomamos el tren rápido de Nagoya a Tokio con nuestras valijas de mano, listas para pasar un tiempo juntas después de casi dos años sin vernos. Ella, mi mejor amiga de la escuela, descendiente de japoneses y vuelta a su tierra ancestral, flamantemente casada con un japonés. Yo, con los ojos engolosinados de finalmente estar en el lugar del que tantas veces me había hablado y al que nunca había pensado viajar si no fuera por ella.

Apenas llegamos, pasamos por el hostel a dejar las cosas y fuimos al barrio de Asakusa, uno de los más característicos y antiguos de la ciudad. En el camino, me resultaba imposible no desviar la mirada hacia los edificios modernos con su cartelería publicitaria y kanjis en vertical.

Yo ya había estado una semana en Kyoto, Hiroshima y, de yapa, la isla de Miyajima. Pero Tokio es Tokio y tenía un misticismo que me ponía muy ansiosa. Al tenerla ante mí, para mi sorpresa, condensaba todo lo que siempre me había imaginado que podría haber en Tokio -mucha gente, mucho ruido, muchas locuras electrónicas- con la faceta tradicional y milenaria del culto shintoísta que, en mi ignorancia, pensaba que no existiría en una capital tan grande, colapsada y cosmopolita.

Mientras paseábamos por los distintos barrios como el Shinjuku o por el Museo Nacional de Tokio, una de las conversaciones que tuvimos fue sobre aquello que no se ve cuando sos turista y que también hace al lugar que estás visitando. En este caso, la esencia tradicionalista de la sociedad japonesa.  

Pensé en eso cuando leí La Dependienta.

La protagonista de La Dependienta, novela breve de la japonesa Sayaka Murata editada por Duomo Nefelibata (Riverside Agency), es Keiko Furukura, una mujer que, hasta los 18 años, carga con las presiones para normalizar su comportamiento en la escuela, pero no sabe cómo hacer para ser aceptada. La única solución que encuentra es permanecer callada, lo que la deja como una persona extraña ante los demás y su propia familia.

Todo cambia cuando empieza a trabajar en una tienda en donde le darán un uniforme y un manual de conducta para atender a la clientela. Eso no solo le resolverá el cómo comportarse, sino que también le dará un entorno en el que no es juzgada, sino útil y eficiente: en definitiva, donde siente que pertenece.

Las cosas marchan bien hasta que las nuevas presiones comienzan: ¿cómo puede ser que una mujer de 36 años siga trabajando por horas en una tienda?, ¿por qué no busca un empleo estable o un esposo con el que tener hijos y dejar de trabajar? Los mandatos sociales se reeditan y toman también forma en el lugar donde trabaja, el que se había convertido en su lugar seguro. ¿Cómo seguir entonces?

“Estamos en la Edad de Piedra”, le desliza una y otra vez un compañero del trabajo, un tipo de su misma edad que también es señalado por no tener un trabajo fijo ni esposa. Otro inadaptado que, al fin y al cabo, lo único que quiere es que lo dejen en paz.

Narrada en primera persona, La Dependienta es una crítica mordaz a los preceptos morales del Japón actual que consagró a su autora como la nueva voz de la literatura nipona. Está escrita para ser devorada en una tarde y es un viaje a Tokio, pero de otro estilo. No es aquella visita imaginada a los rascacielos que contrastan con los tradicionales templos shintoistas en una ciudad en la que transitan personas vestidas a la última moda y personas que llevan kimonos reales o de fantasía. Este libro, novedad editorial de octubre, lleva a una capa menos superficial de la ciudad: la social, que incluye uno de los lugares frecuentados por quienes viven ahí, sus konbinis.

De hecho, si hay algo que me gusta cuando estoy en una ciudad nueva, es entrar a sus supermercados y ver qué tienen para comer, descubrir golosinas y snacks y revisar qué productos distintos ofrecen para la piel o el pelo. Después del primer día de paseo por Tokio, entramos con mi amiga a un konbini como aquel en el que trabaja Keiko. Los konbinis son esas típicas tiendas japonesas que son un supermercado chico pero se parece más a un autoservicio como los de las estaciones y están abiertos las 24 horas. La palabra es una deformación del término inglés «convenient» (conveniente).

Encantada con la oportunidad, revisé todas las góndolas. Agarré una botella de té verde helada que venía con un cubre botella de ositos de regalo y unos sandwiches de miga con cerdo empanado que me recomendó mi amiga. Miré con ganas los onigiris, bolas de arroz rellenas con algo que puede ser queso, pescado o verduras, y pasé al sector postres para llevarme una frutilla cubierta con una pasta dulce de arroz, llamada mochi. Después pasé por la caja para pagar. Saludé a la cajera con un argentinizado “konichiwa”.

La mujer me sonrió y empezó a hablarme sin parar. Primero le sonreí y la dejé seguir. Pero como me seguía charlando mientras escaneaba las cosas, empecé a sentir que me estaba tomando el pelo. 520 yenes. Le di mil. Siguió hablándome. “Arigato”, le dije mirándola con desconfianza cuando me dio el vuelto. Hizo una pequeña reverencia de cortesía con la cabeza para despedirme. 

Cuando leí La Dependienta, la protagonista me hizo acordar a esa mujer tan servicial y pegada a su manual de conducta que no parecía importarle el hecho de que yo no entendiera absolutamente nada de lo que me decía porque, como revelaban mis konichiwás y arigatós con tildes y mi aspecto físico, era extranjera. 

¿Esta empleada del konbini -dependienta- también estaría atenta a que las botellas estuvieran frías como Keiko?, ¿o se fijaría en que los carteles que ofrecían las ofertas en los pinchos de pollos fritos estuvieran bien visibles?, ¿la molestarían por tener casi cuarenta y seguir ahí como a Keiko o estaría casada, trabajaría por horas y usaría el resto del tiempo para las tareas de la casa, porque de esa forma funcionan los mandatos de la sociedad japonesa?

-¿Qué me decía?- le pregunté a mi amiga cuando salimos.

-Te iba relatando lo que estaba haciendo. “Bienvenida. Estoy escaneando la botella, ahora los sandwiches y ahora el postre. Son tantos yenes, entonces tomo tu dinero y lo pongo en la caja registradora, tomo tu vuelto y te lo doy. Hasta luego”.

-¿Pero para qué?, ¿no es evidente que no le estaba entendiendo nada?

-Sí, pero bueno, es la regla para atender. Acá son así.

Muchos plus. Quiero aclarar que, después de haber viajado a Japón, me volví una gran consumidora de su literatura, cinematografía y comida, así como una gran admiradora de sus detalles cute, su riqueza cultural milenaria y también de sus contradicciones, que no dejaron de sorprenderme a cada paso. Japón nos queda lejos y, en este contexto, directamente es imposible llegar. Pero, por suerte, hay muchas opciones para sentirlo más cerca.

Una de ellas es esta serie en línea con el auspicio de la Embajada de Japón sobre gastronomía japonesa y que se puede ver hasta el 23 de noviembre en el canal de YouTube de la Japan Foundation. Por otro lado, muchos de los museos de Japón pueden ser visitados virtualmente durante la pandemia de Covid-19, por ejemplo el Museo Nacional de Tokio. Claro que no es lo mismo, pero es una linda forma de recorrer un lugar que queda literalmente al otro lado del mundo y que puede estar en nuestro living de una manera muy cómoda y segura. O, también, es una buena opción para ir calentando motores para cuando se pueda volver a hacer turismo.