Un recuerdo de los sueños de la generación Beatnik de los tempranos años 50, de los ideales de los escritores de los 60 y de una tarde fría de enero pensando en esos días que no lograron ser.
Por Ignacio Hutin

15 de enero. 17:42.
Denver. Más precisamente, la esquina de 16th Mall y California, frente a la parada del tranvía. Está oscuro, nieva. No hay gente en la calle, pero eso no es necesariamente malo, en realidad me gusta. Aún hay luces de navidad que se reflejan en el hielo, hay montañas oscuras al final del camino, un río, algún bar al que no me permiten entrar porque no tengo 21 años y jazz de fondo, pero jazz snob, como de Palermo, suave y aburrido. Todavía tengo un pelo largo que lucha infructuosamente contra la calvicie. Dejo de escribir en mi diario y lo cambio por el libro que compré para llegar hasta aquí, un libro que habla de esta ciudad. También de muchas otras. Y de un recorrido, de un viaje como el mío, atravesando una tierra aún sumergida en el éxtasis de la victoria bélica. En las páginas faltan demasiados años para Martin Luther King, para Malcolm X, para Woodstock, el LSD, Vietnam y para que el éxtasis de la victoria se esfume en la derrota más ridícula en Saigón. Falta muchísimo. Ahí está Jack Kerouac, viajando a dedo en un país en el que todavía es legal viajar a dedo y en donde los precios resultan descabellados vistos desde el hoy, décadas de inflación más tarde. El mundo es muy distinto. Estados Unidos (de América) es muy distinto.
Los tempranos años 50 son bonanza económica, baby boomers y planes Marshall, la imagen tibia de familias blancas, felices con sus perros y coches relucientes en la vereda. Pero, ¿qué hay debajo de la publicidad plástica de esos años? Un universo oscuro habitado por personajes coloridos. El arcoíris que no lleva a una olla de oro ni a ningún lado. Eso es En el camino: un viaje a ningún lado. Kerouac se emprende en una travesía acompañado por el inconcebible Neal Cassady, apodado Dean Moriarty: escritor aficionado / genio vagabundo / poeta atormentado / suerte de relacionista público. Un aventurero de todos los colores que es guía espiritual de aquel naciente movimiento Beatnik, cuando todo está por hacerse y todo está por suceder. El autor se deja llevar por la aventura del bajo mundo y acelera contra la corriente.
Al atardecer malva caminé con todos los músculos doloridos entre las luces de la 27 y Welton en la parte negra de Denver. Y quería ser negro, considerando que lo mejor que podría ofrecerme el mundo de los blancos no me proporcionaba un éxtasis suficiente, ni bastante vida, ni alegría, diversión, oscuridad, música; tampoco bastante noche. Me detuve en un puesto donde un hombre vendía chiles en bolsas de papel; compré un paquete y me lo comí paseando por las oscuras calles misteriosas. Quería ser un mexicano de Denver, e incluso un pobre japonés agobiado de trabajo, lo que fuera menos lo que era de un modo tan triste: «un hombre blanco» desilusionado.
La Denver de Kerouac (de Sal Paradise, como se apoda en el relato) es fría y no hay jazz snob como de Palermo, sino clubes de negros, agujeros sin fondo en donde un puñado de pobres blancos vive la noche de sus vidas, absortos por el sonido demencial de la trompeta. O eso era San Francisco, y Denver fue tan solo el hotel Windsor en donde vivió alguna vez Cassady. Quién sabe. Qué importa. Seis décadas más tarde ese agobio hecho pueblo grande ha desaparecido.

Tal vez hoy haya cosas que resisten, como esa felicidad plástica que aún deambula por las pantallas al otro lado del mostrador. Tal vez, como Kerouac, yo cruzo estado tras estado para conocer el detrás de escena. Escucho Creedence y BB King en los autobuses Greyhound, en terminales horrendas a horas disparatadas en algún punto irrelevante entre el Atlántico y el Pacífico. El desempleado Allen vive en las calles de St. Louis y me presenta a Sherry, una supuesta novia que niega toda relación antes de decir que debe irse, que fue operada del cerebro y no puede mantenerse en pie. Un brujo en New Orleans me acompaña a saltar las rejas del cementerio una noche lluviosa de febrero tan sólo para visitar la tumba de Marie Laveau, su colega más famosa. Un vagabundo en las afueras de Las Vegas que me compra una botella plástica de vodka a cambio de un cigarrillo. El muchacho ofuscado de un bar en Austin me dice que sí, todos odiamos a este país. Y ese viejo en San Bernardino que acaba de ser liberado de prisión tras 15 años y me pregunta qué opino, cómo debe reencontrarse con su hija, qué debe decirle.
El suelo de la estación de autobuses era igual que el de todas las estaciones de autobuses del país, siempre llenos de colillas y esputos y transmitiendo esa tristeza que sólo ellas poseen.
Todo estaba por hacerse entonces, en aquellos tempranos años 50 de bonanza y reconstrucción, cuando Kerouac atravesó el país con un entusiasmo lacónico y las ansias implícitas de llegar al fondo tan sólo para empezar a subir. Talar desde la raíz en la tierra profunda, oscura, húmeda, con todos sus bichos, todas sus alimañas. Vamos a cambiar el mundo, a abrir las mentes para renacer más allá de la televisión y de la victoria en tierras lejanas. Y entonces los días serán de jazz, bourbon, cigarrillos y tetas.
A mí me toca caminar por las mismas calles de Denver en 2009, después de haber cruzado catorce estados. La crisis económica da sus últimos coletazos y Estados Unidos tiene un presidente negro que acaba de ganar el Nobel de la Paz. Quién sabe por qué. El todo por hacerse renació muchas veces en estas seis décadas y nunca llegó a concretarse. Quizás sí hubo cambios para bien en un país más habituado a las guerras que al progreso, tal vez yo no sepa ver aquellos avances ahora que los agujeros oscuros son bares de jazz snob, suave y aburrido, y que la palabra “negro” está prohibida.
Denver se pone más linda de noche, sobre todo cuando hace frío y aún hay luces de navidad. Mantiene ese balance curioso entre elementos de ciudad y de pueblo pequeño, en donde las familias salen a pasear sólo porque sí, para ver y ser vistas. Hay música en la calle y viejos jugando al ajedrez. A veces alguien te cruza sólo para decir buen día.
Camino por los rincones de Kerouac, por Larimer, Welton, Five Points, Colfax, 17th, 27th, Park, Washington. Esos edificios de ladrillo que parecen tan del lejano oeste. Quiero ser Kerouac y dejarme llevar por un entusiasmo lacónico hacia ningún lado, sin tiempo que perder y nada por ganar. Quiero vivir en un tiempo del todo por hacerse para encontrar la otra cara de la publicidad. Sin nada que perder, sin nada por ganar.

San Francisco. Es 1968, y Tom Wolfe publica Ponche de ácido lisérgico. Llegan el LSD, los hippies, Vietnam, Malcolm X, Martin Luther King y todo eso. Kerouac es ahora un tipo apagado, “una vieja estrella”, según Wolfe. Es irrelevante. Pero su antiguo compañero de viaje Cassady sigue ahí. Es parte de esta nueva ola que es el renacer del todo por hacerse. Ya no hay que arrancar las raíces porque todos somos raíces y todas somos árboles. Todos llevamos el pelo largo y no hay que preocuparse por luchar contra la calvicie. Todos somos los que queramos ser: la paz, el amor, la esperanza, el movimiento telúrico que se lleva puesto a quien se venga para plantar bandera en contra del mal, a favor del bien. Vamos a cambiar al mundo a fuerza de flores y guitarras y drogas psicodélicas. Los “alegres bromistas” protagonizan un nuevo viaje, ahora drogados hasta el culo y con parlantes coloridos y un autobús desquiciado. Neal Cassady conduce el autobús como manejaba antes con Kerouac y un grupete que no necesitaba autodenominarse ni “alegre” ni “bromista”, que sólo pretendía sobrevivir a un presente idílico del que quedaba afuera. Los 60 son otra cosa: son apropiarse del hoy. Pero Cassady moriría ese mismo año en Guanajuato a los 41. Y Kerouac al año siguiente.
¿Qué fue de todos esos sueños, de esos viajes y del todo por hacerse? Pasaron los Beatniks, pasaron los hippies, pasó el pelo largo y pasó Woodstock. Quedaron las guerras y la calvicie. Pasó la locura de llevarse puesto al mundo y quedó la nostalgia de lo que podría haber sido. Dice Hunter Thompson en su Miedo y asco en Las Vegas que en los 60 “había una fantástica sensación universal de que hiciésemos lo que hiciésemos era correcto, de que estábamos ganando”. Íbamos a triunfar, por supuesto que lo haríamos, ¿cómo no hacerlo si éramos mejor que todo lo que existió, mejor que todo lo que existiría? Íbamos en la cresta de una ola alta y maravillosa, dice Thompson. Y entonces todo se desplomó.
No fueron Vietnam, ni los asesinatos de Kennedy o King. Los Kerouac se apagaron en los 60 y los Cassady cayeron en los 70. Como si cada década tuviera sus apegos y esperanzas de un futuro utópico en el que nada daría el asco que da esta tierra. Ahora, dice Thompson, se puede subir a un empinado cerro en Las Vegas y mirar al Oeste, y si tenés buena vista, casi podés alcanzar a ver la línea que señala el nivel de máximo alcance de las aguas… “aquel sitio en donde el oleaje rompió y al fin comenzó a retroceder”.

16 de enero. 18:29.
Denver. Termino En el camino. Café junto a la ventana. Nieva. Un tipo pide monedas a cambio de un diario en la vereda de enfrente. He visto gente destrozada durmiendo en la calle, locos gritando en trenes con botellas en bolsas de papel madera, discursos interminables frente a un público invisible. He visto adolescentes perdidos en alguna esquina de Chicago con una manta mugrosa hasta la nariz y un cartel con una sola palabra escrita: hambre. He visto negros y latinos limpiando suelos y culos en estaciones vacías, incapaces de mirar a los ojos a la tierra de las oportunidades. “He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, en palabras de Allen Ginsberg. Todos sonríen, todos saludan, todos dicen buenos días y cómo estás. Pero el ojo afilado y morboso de Kerouac, impregnado de un asco insistente, la repugnancia del no ser hacia quien sí es, es una visión tan contagiosa que ya no me deja. Ya no puedo dejar de sentirme así, asqueado ante la parsimonia conformista que nadie derriba. La tierra de las oportunidades nos quedó enorme, nos devoró y escupió en la mesa de un Starbucks. Y ahora no sabemos qué hacer.

En eso pienso frente a esta ventana congelada de Denver, con montañas de fondo y luces de navidad a mediados de enero. Pienso en mi pelo largo que no tardará en desaparecer. Pienso en los todo por hacerse constantes, reiterados, redundantes. La ola rompió ya demasiadas veces y siempre nos pasó por encima, nos dejó pataleando en el aire. Esperando. Una y otra vez condenados a esperar que la próxima vez sí sea, que la guerra termine y dejemos de ser el chicle en la suela para que paz, amor, esperanza y esas estupideces sean algo más que estupideces. Esperar que Cassady no caiga junto a una vía en Guanajuato y, agarre otra vez el volante para llevarnos a quién sabe dónde. Que esta vez Kerouac no muera de cirrosis y tristeza. Que Thompson no se suicide harto de tener más años de los que querría. Que esta vez, esta vez sí todo sea diferente.
Sí. En eso pienso.

Crédito de las fotos: Ignacio Hutin