Un viaje al pasado en una ciudad de Yugoslavia, donde la guerra terminó con todo, con los Filipovic, con las fábricas, con los grandes hoteles y solo quedan los restos de algo que no volverá a ser

Por IEH

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El olor de la carne asada se mezcla con el del riacho sucio y hediondo que atraviesa el centro de Leskovac; debería resultar pintoresco, pero no. Quizás en otra época del año no sea tan horrible, quizás en primavera, seguramente no a fines del verano. Y es que cada septiembre la ciudad organiza un gigantesco festival llamado Roštiljijada que reúne a decenas de miles de personas prontas a comer la supuesta mejor carne de Serbia, la ciudad se bloquea por cinco días y se cocinan hamburguesas que superan los 50 kilos y el metro y medio de diámetro. En la pequeña Leskovac los sesenta mil locales viven entonces jornadas de éxtasis que ayudan a olvidar y dejar atrás los bombardeos que desolaron la zona durante la Segunda Guerra Mundial y nuevamente cincuenta y cinco años más tarde, cuando la OTAN atacó la Yugoslavia de Slobodan Milošević durante la guerra de Kosovo. En la ciudad de la carne no sólo el carbón calienta la tierra.

Menos las gruesas hamburguesas asándose lenta y ruidosamente, crepitando la grasa y chorreando humo, menos la carne allí todo es pasado. Es pasado el extraño monumento dedicado a los muertos en manos del nazismo, construcción bicóncava de 12 metros de alto rematada por una corona que vigila el centro de Leskovac desde la colina Hisar. Es pasado la industria textil que hizo de esta zona una pequeña Manchester y colapsó junto con el socialismo yugoslavo y la guerra en los 90s; es pasado la bonanza económica y los flamantes coches Yugo en cada esquina; y es pasado el Hotel Beograd.

Lo vimos desde lejos, las ventanas tapiadas y la letra T en el cartel que anunciaba el servicio ofrecido casi desmoronándose. Tiene dos entradas, sobre la de la derecha aún se lee ресторан, o Restaurant, en cirílico; sobre la de la izquierda, хотел: hotel. Nos acercamos a esta última. Está bloqueada por un tablón de madera que cede apenas me apoyo. Entramos. El hall con sus inmensos ventanales está sucio, hay trozos de vidrio, tazas, algunas botellas de cerveza, muchos colchones. Avanzando unos metros se accede al restaurant, un espacio amplio, espejado, con balcones y una cabina superior que -asumo- utilizó alguna vez alguien que pasaba música. La cocina parece un hospital, blanca, muy blanca.

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Desde allí un pasillo conduce al acceso de vehículos de carga, y una escalera de servicio baja a un sótano oscuro y maloliente que no nos animamos a atravesar sin linternas. Pero la escalera también sube hacia las habitaciones. Son cinco pisos, cuatro de los cuales son exactamente iguales: largos pasillos, una escalera de servicio en un extremo, una escalera principal en el medio frente a un único ascensor, quizás unas 30 habitaciones por piso, quizás algunas más, casi todas bastante pequeñas, algunas demasiado pequeñas, casi celdas; en los extremos hay pequeños departamentos con baños más grandes y dos o tres habitaciones conectadas. Todas las habitaciones tienen teléfonos setentosos, en muchas todavía hay camas o sillones, aunque en el tercer piso encontramos pilas enormes de plumas. También ventanales rotos y vidrios en el piso, cartas, libros, colchones, cigarrillos, más cerveza, alguna paloma viva, alguna paloma muerta.

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El quinto piso es distinto, no tiene ventanas laterales sino en el techo, todo es de madera, lo que le da un aspecto de cómodo ático, cálido en una noche de invierno balcánico. También hay un salón con paredes y techo de madera que imaginé ocupado por grandes sillones y gente importante (o figurada) bebiendo y fumando en medio de una irrelevante conversación. Imaginé whisky aunque los balcánicos no acostumbran beberlo. En el piolín de una persiana americana alguna vez se enredó un ave: ahora cuelga en medio de la habitación cual si fuera Stjepan Filipović, aquel partisano que gritara «muerte al fascismo, libertad al pueblo» segundos antes de morir en la horca en 1942.

Pienso en el pasado, en Yugoslavia y cómo la guerra terminó con todo, con los Filipovic, con las fábricas, con los grandes hoteles. Cuando bajamos la escalera nos detenemos para tomar algunas fotos y para mofarnos de los fantasmas que ya siquiera bailan en ese salón espejado, con grandes ventanales; símbolo de lo que no volverá a ser.

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El hotel Beograd es la galería de este número de Dínamo