En el marco de Bienalsur, el MNBA ofreció una muestra sobre las colecciones permanentes y temporales que permite repensar el concepto del museo

Por Luján Torralba

Interferencias en el Museo Nacional de Bellas Artes fue una invitación a salir de las estructuras. Las veinte obras de trece artistas pertenecientes a la colección del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Ginebra (MANCO) irrumpieron el esquema museográfico para proponer nuevas nociones acerca del arte.

“En un rizoma continuamente hay líneas de fuga. Glenn Gould interpretando las Variaciones Goldberg de Bach se desterritorializa de la partitura en cada nueva modulación. La partitura opera como ‘mapa’ para ser ejecutada de determinada manera, a la que Gould le agrega cadencias que semejan brotes rizomáticos múltiples y musicales”, dice Esther Díaz en Entre la tecnociencia y el deseo. Haciendo una analogía con la interpretación de Gould sobre la obra de Bach, el Museo Nacional de Bellas Artes opera como el sistema en donde convergen múltiples factores para crear aquel “mapa” que ordena un conjunto de obras, que da sentido a ese grupo de cuadros, esculturas y objetos que conforman las colecciones exhibidas en las distintas salas.

En esta estructura llamada museo, oficialmente aceptada por los especialistas de la museología, por el público y por los artistas, las obras de Interferencias funcionan como las modulaciones de Gould, como líneas de fuga, como brotes rizomáticos múltiples que son disparadores de infinitas nociones nuevas. En estos diversos significados y asociaciones, podemos pensar en las teorías de la complejidad de los sistemas dinámicos autorreproductores tomados de la biología. Miles de dados, una tela rasgada, un lienzo con ladrillos, un cartel de neón o un termómetro que mide la temperatura de un cuadro son algunos de los brotes del rizoma que desterritorializa al espacio museo.


Imagen: «Eins. Un. One», de Robert Filliou

El Museo Nacional de Bellas Artes participó de la 1º Bienal de Arte Contemporáneo de América del Sur (Bienalsur) para cuestionar la originalidad y la autenticidad del arte. Tomando como ejemplo la instalación de Fillou, los miles de dados, todos con el número uno en sus caras, abre la pregunta a la espacialidad y los sentidos. Los dados como signo de azar y juego, en el que, como dice Borges en su poema Ajedrez, se manifiesta el infinito en la repetición de jugadas, en la cadena infinita de manos que mueven las piezas. Es una mano que mueve el dado, y otra mano (Dios que mueve esa mano), y otra mano superior que mueve aquella mano…

No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonía?

La muestra de Joan Miró, las impactantes obras del arte clásico europeo y argentino, los conmovedores cuadros de Rembrandt, Manet y Ernesto de la Cárcova, entre otros, invitan al espectador a entrar en un código acerca del arte sin mayores cuestionamientos que la contemplación de una obra, la reflexión sobre su historia y las asociaciones inmediatas que surgen en la mente al ver en vivo y en directo aquellas imágenes ya conocidas a través de libros, láminas u otros dispositivos de reproducción del arte. Una vez inmerso en esta dimensión, las obras de Interferencias interpelaron al visitante de manera incómoda.

Luego de transitar las salas y de los repetidos “choques” con las obras del MAMCO, el espectador se permite entrar en un nuevo código, que forma parte de un nuevo sistema, de un nuevo espacio que, quizás, presente nuevos puntos de fuga, los cuales funcionen como rizomas que crearán nuevos sistemas, y así, hasta el infinito.