Tomada por un opositor, la casa del depuesto Viktor Yanukovich está repleta de excesos que darían envidia a cualquier excéntrico millonario. Tras sortear obstáculos y un tour solo en y para ucranianos, Ignacio Hutin recorrió el lugar

Por IEH

En la puerta de la Honka, un letrero de papel anuncia en varios idiomas que la visita se realiza únicamente en ucraniano. Sigue a continuación un largo texto con instrucciones que claramente no están destinadas a los extranjeros: se debe llamar a un número local, dejar un contacto, esperar una llamada y dirigirse a un lugar de encuentro desconocido hasta confirmarse la reserva. La Honka no es un club secreto, un casino clandestino o un Club de la Pelea, sino la mansión del ex presidente ucraniano Viktor Yanukovich, expulsado del poder en febrero de 2014 en el marco de un conflicto lo suficientemente complejo como para desviar el tema y texto hacia cualquier parte. En realidad, la Honka es la joya de la corona, la pieza central de un complejo de 140 hectáreas denominado Mezhyhirya, ubicado a unos 25 kilómetros al norte de Kiev y que cuenta con campo de golf, helipuerto, zoológico, puerto fluvial, lago, numerosas casas para albergar visitantes, canchas de tenis y un etcétera tan extenso y disparatado que le daría envidia al Neverland de Michael Jackson.

Es domingo y las multitudes mugen sobre los pastos que fueran alfombra roja de la oligofrénica oligarquía eslava, tablao de un hoy inhallable expatriado que probablemente deambule por otras mansiones en Rusia. Yanukovich pierde el pelo pero no las mañas, o al menos esa es la forma más pintoresca de verlo. Al fin y al cabo, como un viejo amante o el dentista que te atendía hasta el año pasado, el ex es el enemigo, el ruinoso villano que no causó más que problemas, malhechor de telenovela discípulo de Úrsula de La Sirenita y Scar del Rey León. Y la Honka es su diabólico cuartel central que ha sido recuperado por las huestes del bien.

Hay parejas haciéndose fotos de boda, hay jóvenes en bicicletas alquiladas, hay ancianos en eléctricos carros de golf, niños que les dan de comer a las exóticas llamas del zoológico, una hilera de varios kilómetros de coches estacionados y otra de al menos un par de decenas de personas que esperan para comprar el primer ticket, aquel que habilita el ingreso al predio y que, claro, es (mucho) más caro los domingos. Bien. Todo muy bonito. Ahí está el chalet de madera, amplio y con grandes ventanales, la puerta bloqueada, el calor intenso, los curiosos que deambulan y mascullan insultos a la ausencia del depuesto mandatario. En medio de todo, un sudaca que intenta traducir las complejas instrucciones para entrar a la puta mansión.

Pero la historia no empieza allí. Para alcanzar Mezhyhirya se puede hacer uso de alguno de los carísimos tours desde Kiev, que rondan los 50 euros y apenas si incluyen el traslado. O se puede lidiar con el transporte público, ir hasta Heroiv Dnipra, estación más boreal del metro local, y de ahí esquivar la tortuosa obra en construcción de vaya uno a saber qué en medio de una enorme rotonda, cruzar la avenida por cualquier lado rezando porque los coches que intentan esquivar los obstáculos arquitectónicos también lo esquiven a uno, para finalmente perderse entre las decenas de paradas de los autobuses informales conocidos como marshrutkas buscando en vano algún número inexistente. Una media hora hasta Polova y unos dos kilómetros de caminata. Todo eso para por fin encontrarse con un cartel en ucraniano que no es más que un “turista, go home”. Por suerte, mientras deambulaba a las puteadas, me topé con Dima.

Tenía 45 años y era originario de Lviv, pero vivía en Odessa. Bueno, en realidad esa es una forma de decir. Es que trabajaba para un astillero y viajaba por todo el mundo negociando ventas y reparaciones de navíos. Hablaba mucho de Asia, poco de Puerto Madero, fumaba como un tren a vapor y se movía con la curiosa inocencia del extranjero perdido. Estaba de paso por Kiev y había decidido aprovechar algunas horas libres para tomarse un barquito que dejó en el muelle que alguna vez utilizara Yanukovich. El barquito de regreso lo tenía en escasas tres horas. Nos conocimos frente a la puerta de la Honka tratando de dilucidar los misterios de tan misterioso cartel. Los reiterados llamados a aquel número local fueron en vano y las vueltas preguntando a soldados encargados de seguridad, jardineros y cualquier persona con cierta autoridad concluyeron en donde empezaron. La respuesta más útil fue una indicación al letrero de papel pegado en una ventana de la Honka. Alguien también mencionó otra entrada desde donde supuestamente partían los tours así que hacia allá fuimos. Tras una ventana había un muñeco con el deformado rostro del ex mandatario y una caja con una hogaza de pan dorada: la leyenda cuenta que cuando Mezhyhirya fue tomada tras las revueltas en Kiev, los manifestantes se toparon con un cacho de pan de oro sólido que Yanukovich tenía porque, bueno, ¿por qué no? Claro que el curioso objeto desapareció en medio del caos, pero la leyenda se encarnó detrás de una ventana junto a un escalofriante muñeco digno del próximo libro de Stephen King.
La charla con Dima se tornaba aburrida y redundante por lo que me encontré caminando alrededor de lagos y fuentes, esquivando domingueros y tomando fotos de una ostentación que empujaría a cualquier hijo de vecino a unirse al PO ¿Y cómo era eso de que la grasa de las capitales no se banca más? Sí, eso también.

Lo vi en una de mis ya frecuentes caminatas de ida y vuelta entre la Honka y el pan dorado. Acababa de abrir la enorme puerta de madera y vidrio que da acceso a la mansión y junto a la cual se hallaba aquel mentado letrero de curiosas instrucciones. Estaba completa y prolijamente afeitado y su peinado parecía de alguna serie noventosa de Cris Morena. Para peor, llevaba algo que creí era un disfraz: una camisa blanca con adornos muy coloridos, mucho dorado, un chaleco oscuro repleto de objetos. Llevaba sobre los hombros, a modo de capa que lo envolvía como a un niño que juega a no ser Clark Kent, una bandera roja y negra. Yo desconocía el significado de ese símbolo hasta mi llegada a Ucrania, apenas un puñado de días antes. Pronto noté que esa bandera no sólo colgaba de los hombres de este tipo, sino que también flameaba sobre la Honka, sobre otros edificios del predio, sobre la entrada principal, sobre las cabezas de los grupos de extrema derecha que se juntan en el centro de Kiev y en los escudos de las agrupaciones paramilitares nacionalistas que atacan a todo lo que no sea ucraniano, blanco, cristiano, heterosexual. Praviy Sektor, Azov y Svoboda son las más fuertes.

Son el legado de tipos como Stepan Bandera y Roman Shujevych, del Ejército Insurgente Ucraniano, que luchó durante la Segunda Guerra Mundial contra la Unión Soviética y (al menos de a ratos) junto a los nazis, y de la Organización de Ucranianos Nacionalistas, fundada en e inspirada por el apogeo del fascismo y que se dedicó a atacar a rusos, checos y polacos en nombre de la independencia local a lo largo y ancho del corto siglo XX. Petro, con sus 35 años, su rostro aniñado y su capa rojinegra, estaba orgullosísimo de terminar de guiar en ucraniano a un grupo de ucranianos por dentro de la mansión de un corrupto presidente que tenía poco de ucraniano. Varias personas se le acercaron preguntando por el teléfono que nadie contesta y los tours que nadie organiza. Les cerró la puerta en la cara.

Para entonces Dima ya había perdido su barco de regreso a Kiev. El boca en boca había llevado a una multitud a apelmazarse junto al pan dorado a la espera de novedades, bajo un sol rabioso de pleno verano y con la estúpida e innecesaria incertidumbre de la improvisación. La historia, o al menos la historia que cuenta Petro Oliynyk, es que él viene de Lviv, viajó a Kiev con la idea de pegarle un par de cachetadas a Yanukovich en plena época de manifestaciones, allá por el invierno de 2014. Con el ya por entonces ex presidente exiliado probablemente en Rusia, Petro y muchos otros tomaron Mezhyhirya y colocaron la bandera que más les gustaba por sobre los techos. Dice que la multitud quería saquear y romper todo, pero que él heroicamente detuvo a las fieras a fin de proteger objetos que debían quedar en manos de todo el pueblo ucraniano. Se encerró dentro de la casa y desde entonces repite que él es el guardián de los tesoros que Yanukovich le robó al país. Y él cobra lo que a él se le canta por tours que él hace cuando a él se le canta en el idioma que a él se le canta y con la gente que a él se le canta. El predio pertenece ahora al Estado, pero la Honka y especialmente la potestad de visitarla son exclusividad de Petro. También dice que el gobierno quiere expulsarlo pero que no se irá hasta que la Honka y todo Mezhyhirya se conviertan oficialmente en un museo del que nadie pueda llevarse nada, ni siquiera un pan de oro. Y convengamos que la paranoia del facho nacionalista tiene cierto asidero.

La puerta abierta dejará ver un cuadro de quien será nuestra guía, un mimo al ego del patriota héroe de esta historia. Ni Oliynyk, ni la muy seria y muy flaca rubia que lo acompañan sonreirán a lo largo del tour, comenzarán por dar la orden de colocarse protectores de tela en las zapatillas, mostrarán los lujos infinitos de la mansión, guiarán por corredores subterráneos, a través de un spa, cámaras de sal, cancha de tenis cubierta o un ring de box, las jaulas de extrañas aves, el león taxidermizado, la sala de cine, el bowling, la capilla, la enorme y bellísima escalera de madera, el piano construido especialmente para imitar al de Lennon de Imagine, las estatuas, mosaicos, mármol, las habitaciones amplísimas, la diminuta cocina en la que nadie jamás cocinó, la ostentación que sospecho despierta en los locales tanta admiración, como envidia, bronca y odio a aquel ex presidente más cercano a Putin que a la Unión Europea. Y cuando todo termine, Petro se anotará un triunfo para su gesta nacionalista. Yo me despediré agradeciendo en ucraniano, por las dudas; Dima se volverá a Kiev en autobús con expresión de “meh”, las novias se seguirán sacando fotos frente a algún lago, los domingueros no pararán de dominguear en los terrenos ganados para el pueblo y el presidente Petro Poroshenko, como su tocayo Oliynyk, hará lo que se le canta desde su ahora cerrado palacio presidencial. Porque en toda Ucrania, como en Mezhyhirya, prima aquella certera definición kafkiana: al final toda revolución se evapora y sólo deja tras de sí el barro de una nueva burocracia.