Hay un pueblo originario cansado, resignado, agotado, durmiéndose en medio del abandono de una sociedad que los desconoce a ellos, los Mbyas Guaraní de San Ignacio, Misiones.
Por Romina Bianchi
Allí, a unos tres kilómetros de donde vivió Horario Quiroga, la vida se vuelve prehistórica. Las huellas del camino suelen perderse, el reloj no goza de sentido, ni la ropa y mucho menos la última tecnología. Todo logra verse reemplazado por la naturaleza de un pueblo que pasa los días abrazado a la selva y a la biodiversidad sabia, que les brinda un hogar, trabajo, educación y medicina. Algo que muchas veces los gobiernos no pueden satisfacer al verse mejor aferrados al poder de varias empresas destructoras del ecosistema, asesinas de la Pachamama y contaminadoras de los ríos, especialmente del Paraná.
Y a pesar de los innumerables ataques contaminantes del hombre blanco, Isacio, el cacique de los Mbyá de Puerto Viejo, da pelea como puede, porque nacieron para la luchar. Casi sin herramientas debe proteger la vida de los suyos, a modo del tigre vigía, pero ya viejo, de mirada triste y desganada que solo intenta mantener una comunidad fabricada a pulmón, con madera, barro y hojas de palmera seca. Así son las tres casitas donde duermen los casi cuarenta integrantes de la gran familia, artesana por excelencia.
Los roles de la familia Mbyá
Cuando la mañana ilumina la selva, algunas jóvenes -aunque no lo parezcan- van a posar su cuerpo desnudo sobre los troncos gigantes, deslizando su torso hasta llegar a la altura de las rodillas para trabajar cómodas en el tallado de coatíes o en el tejido de canastos de caña. Al mediodía, las mujeres más experimentadas barren la tierra y cocinan, o hacen malabares con la comida de cuclillas, cerca del fuego, revolviendo la sopa y pidiendo, por favor, que alcance para todos. Y si no alcanza, los turistas verán como los adolescentes mbyá se acercarán a los camping más cercanos, callados, mirándolos fijos. Algunos amables les convidarán algo para llenar esa panza vacía sin pedirles nada a cambio. Otros los mirarán como bichos raros, desconfiados -porque lo son y con razón.-, los echarán y no entenderán que para ellos se esta volviendo común pedir algo de comida a los blancos. Porque no alcanza. Nunca alcanza, cuando los pequeños de la comunidad corren con la panza hinchada del hambre, con cascaritas en el cuerpo y desprovistos de ropa salen a descubrir el sabor de la tierra, curtida, y la textura inmensa de su raza hecha de hojas verdes.
El resto del día, los chicos se dedican a desafiar los saltos con el fin de pescar, mejor dicho, cazar con lanza y precisión en mano. Después, cuando sueltan los dedos al aire, tienen que marchar devuelta a la comunidad para contener a Isacio que anda con la camisa desalineada y los pantalones cortos como su ánimo por la falta de comprensión, de atención y solidaridad aparente en las afueras de la selva, en los adentros de un pueblo desdibujado cuando se asoma un rostro marcado, sí, por la cultura y la riqueza de su mundo. Es hora de decirlo, los jóvenes mbyá son bilingües desde chicos -y hombres desde pequeños-, guitarristas impresionantes, coristas, traductores como ningún otro joven que aprenda de memoria. Aunque no lo crean, ellos se educan así y no precisan computadora, de hecho, eso sería involucionarlos e involucrarlos en un mundo mentiroso que dice estar en «constante evolución». Evolución quiere decir, en parte, crecer con el afán de reivindicar las culturas originarias, sin dañarlas, ni tratar de hacerlas desaparecer o usurpándoles sus tierras
Y mientras el resto del mundo se atesora dentro de una burbuja de vidrio, repleta de materia insignificante, pero atractiva. Se buscan problemas en medio del cemento, del poder, con la imposibilidad de encontrar un puente natural, donde cada barra de madera contenga respeto, contención, solidaridad, libertad y nada de discriminación entre los seres humanos.
La ilusión sigue de pie, porque así son todas las comunidades originarias que habitan este planeta. Tal vez, algún día, Isacio logre transformar su cara triste en una más alegre y llena de esperanza. Quizás los niños Mbyá despojen esas panzas hinchadas, pero vacías, y con suerte las multinacionales ya no usurpen el suelo ajeno y terminen de sacarle provecho descuidado a la tierra, a cambio de delirantes billetes verdes.