La cultura del fast tiene su antagónico con Slow Food, un movimiento internacional que nació a mediados de los ochenta, cuando el mundo se encarrilaba por la vía rápida.
Por Agustina Ordoqui
Hace la fila en el local de comidas. Arcos dorados por doquier. Tiene adelante a diez personas, pero en pocos minutos queda enfrente de la caja. Pide, espera dos minutos. Se impacienta. ¿A esto le dicen rápido? Se sienta, muerde, mastica y traga. Bebe y se va en un ritual que lleva unos 30 minutos. Podrían haber sido menos, pero cuál es el apuro.
El episodio es cotidiano y quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. El mundo gira, las agujas corren en círculos, el segundero suena, el tiempo vuela y la premisa parece ser cuanto antes mejor. Los bastiones de resistencia se arman y van en el sentido contrario. Eso vendría a ser Slow Food. Algo como una cultura contestataria al fast y junk-food.
Para ser precisos, Slow Food es un movimiento internacional que nació en Italia en 1986, cuando la cadena McDonald’s intentó desembarcar en un país donde la gastronomía era de culto. La idea, gestada por un puñado de personas, se expandió a lo largo y a lo ancho de Europa y hasta llegó a Argentina en la década de los noventa. A la fecha, tiene presencia en más de 180 países.
Pero, ¿qué es lo que postula? A pesar de que su génesis está ligado al modo de consumir la comida, SlowFood va más allá. “Es una propuesta vinculada con toda una filosofía de vida en torno a la alimentación”, explica el representante del movimiento en Buenos Aires, Santiago Abarca. “Concebimos el alimento como un todo, que va desde cómo se produce, por ejemplo, si se respeta la tierra, hasta quién lo distribuye, cómo es tratado en la cocina y finalmente está quién lo consume”, agrega.
El lema básico es “bueno, limpio y justo”. “El alimento debe ser orgánicamente bueno. Limpio en el sentido ecológico y en el sanitario, porque estamos en contra de los transgénicos. Y justo porque el productor debe recibir a cambio un valor razonable para poder seguir produciendo, por eso, está vinculado con la idea de comercio justo”, detalla Abarca.
En el país, hay en total 18 filiales. Cada una de ellas actúa con autonomía, aunque las de las Interior se enfocan en los pequeños productores en su mayoría, según aclara Abarca. “Como en Buenos Aires, hay pocos productores, pero sí hay muchos consumidores, nosotros hacemos más cenas temáticas”, ejemplifica.
Recientemente, fueron realizados unos ciclos sobre la influencia de la cocina vasca e italiana en la comida argentina, charla cultural y degustación incluida. Este año, serían sobre la polaca y la japonesa. También, hicieron encuentros de comidas indígenas, en los que se invitó a representantes de los pueblos originarios para que contaran sobre sus costumbres y su situación actual.
Pero aparte hay una veta solidaria. “No podemos ser ajenos a la realidad de la gente que vive en la calle y no tiene para comer”, dice Abarca y señala que en diciembre pasado armaron viandas para repartir entre los que menos tienen. El éxito fue tal que planean volver a repetirlo el 11 de abril.
A su vez, hay un grupo de gente joven que hace cortos y documentales sobre los alimentos transgénicos. Para participar de las actividades, hay que adherirse al movimiento internacional, que cobra una membresía anual de 5 euros, menos de 30 pesos si el cambio acompaña.
Lejos de la traducción literal que lo definiría como lento, SlowFood es un movimiento tranquilo, que busca desacelerar el paso al andar, al consumir y al vivir. Algo que no abunda en estos tiempos.
Más información: Slow Food Argentina
Imágenes: Santiago Abarca