El escritor argentino Daniel Attala hace un análisis de su literatura y revela la trama detrás de su obra más famosa, Las violetas de Attis

Por Augusto Munaro

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Daniel Attala nació en Gálvez, Argentina, en 1965. Ha publicado el libro de relatos La sonrisa del comerciante (Beatriz Viterbo, 2003); de crítica: Impensador Mucho. Ensayos sobre Macedonio Fernández (2007), y Macedonio Fernández, lector del Quijote (2009); y de política: Hermes Binner, primer gobernador socialista de la Argentina (2011). Actualmente vive en Lorient (Francia). Es profesor titular en la Universidad de Bretaña Sur.

En esta entrevista exclusiva para Revista Dínamo, Attala habla sobre uno de los libros barrocos más interesantes de la literatura nacional en los últimos treinta años: Las violetas de Attis.

Revista Dínamo: Hay una inflexión muy trabajada en la prosa de sus libros, ¿cuándo comenzó esa proclividad por las ficciones barrocas?

Daniel Attala: Supongo que desde que en ellas todavía no alcancé la tranquilidad necesaria para no ser barroco. Si por «barroco” se entiende eso que decía Borges, un estilo que busca extenuar sus posibilidades y que roza en su propia caricatura, varios de mis textos entonces son barrocos. Y reconozco que soy el primero en lamentarlo; porque no es mi ideal de escritura. Lo que no significa que las piezas de Las violetas de Attis hayan salido así contra mi voluntad. Para nada, así lo quise y me reí mucho inventándolas de ese modo. Pero lo barroco no es únicamente un fenómeno de postrimería, de agotamiento, saturación y vejez; también puede ser típico del temor, de la timidez que existe en los inicios, temor que empuja con violencia a quien lo siente, en contra de su propio deseo, hasta su contrario perfecto: la temeridad, la exageración, el histrionismo.

RD: La escritura barroca suele buscar estructuras narrativas simples, pero la línea argumental aquí se construye como cajas chinas, porque hay una multiplicidad de planos. Esta metatextualidad que se expande a través de sus cuatro niveles de lectura -las visiones de Galateo, el análisis exhaustivo de Policarpo, el informe del editor y, por último, el veredicto del lector- sigue una lógica llamativamente arborescente, ¿cómo fue armando esa catedral autorreferencial?

DA: Supongo que es el reflejo de la diversidad de planos por los que discurre la vida del autor; mi vida espiritual quiero decir. Uno rara vez está atravesado por una sola cosa, como un color, el rojo. O un estado de ánimo: la alegría. No, está el estado de ánimo y está la situación ante la que se lo experimenta; están los conceptos que ayudan a entender esa situación y también está la teoría que ayuda a entender esos conceptos; y está la crítica de esa teoría, o su burla, y la crítica de la crítica o la burla de la burla. Y burla burlando, como quien dice, así sucesivamente. Ya me gustaría estar en situación de poder escribir con toda simpleza: rojo, alegría. Pero eso, por el momento, me resulta completamente imposible. Y por paradójico que parezca, toda esa superposición de planos nació en forma espontánea, como una necesidad de sincerarme conmigo mismo y de conocerme.

RD: Asimismo, la estructura de Las violetas de Attis ayuda a repensar la relación que establecen los elementos contextuales, más allá del mundo referencial, en cuanto a lo estrictamente a la relación autor-texto-lector.

DA: Es algo que todo texto literario tiene tendencia a realizar, eso de “pensar” las relaciones del autor y del lector con un texto. Y me gustaría creer que es el caso de este libro. La relación del autor con su texto porque en las tres “piezas” que incluye hay un autor aquejado de un “doble vínculo” (saco este concepto de Ronald Laing, un psicólogo escocés) con su propio mensaje: dice algo negándolo o dando complicados rodeos (Galateo niega que una divinidad pagana se le haya aparecido; Oscar Crane, que haya nada estrambótico en un ojo natural de buey instalado en su barco; Romero García, que sea otro el que escribe su diario íntimo). Y la relación del lector con su texto, porque en los tres relatos también hay un lector que desconfía de esas negaciones y trata de buscar el “mensaje simple”, el rojo o la alegría que quieren pero que no pueden expresar esos autores.

RD: En su libro, el personaje esotérico del tío del editor, es decir, Policarpo y su relación con el empirismo radical de William James, recuerda en cierta forma a Macedonio Fernández, el gran mito de la literatura argentina.

DA: Es curioso, porque es verdad que leí y estudié durante años a Macedonio, un autor por quien siento admiración y hasta reverencia, pero eso fue después de haber escrito Las violetas (1996-1999). Pero no sabe cómo me impresiona el que asimile el “mito” que es Macedonio para la literatura argentina y el Policarpo de mi libro. En ese personaje, “tío del editor” del libro, puse muchas cosas tomadas, no de Macedonio, sino de mi propia imagen del único literato mítico que había en mi familia y que fue importantísimo para mí. El personaje existió, era un tío de mi madre, artista plástico, aunque también músico y escritor, llamado Lucio Acosta Cerra y apodado Poli (de ahí lo de Policarpo). Él falleció en el año 78 en Jujuy, sin que entre mi vida y la suya haya existido jamás el más mínimo contacto. Hoy en la ciudad de Jujuy hay un museo que lleva su nombre, con su obra plástica y la de su mujer y sobre todo su cuñada, ambas artistas de renombre. Siempre se contaron de Poli Acosta anécdotas extraordinarias en mi casa. Y como nunca llegué a conocerlo, creo que si escribo es gracias a su influjo poderoso, más poderoso cuanto que se enriquecía con su ausencia: el tío artista, bohemio, loco, que tanto me hubiera gustado conocer y nunca conocí. Tal vez este hombre fue para mí lo que Macedonio fue para una parte importante de la literatura argentina. Y no le miento si le digo que más de una vez sentí curiosidad por saber si “mi tío” no habría conocido a Macedonio… Por las fechas, el encuentro podría haberse dado.

RD: Por momentos el estilo hace de estos relatos, objetos verbales, puros e independientes. ¿Cuál es el catalizador de este tipo de escritura?

DA: Se me ocurre una comparación (que no es del todo ajena al libro). En la época de la dictadura militar muchos argentinos vivían rodeados por una especie de nebulosa de informaciones contradictorias: había bombas, muertos, allanamientos, secuestros, en fin, pasaban “cosas”, pero a menos que se contara con alguna información fidedigna, o con una cultura crítica que permitiera a su poseedor descubrir la verdad, resultaba muy difícil conocer con exactitud qué pasaba. Lo único que se sabía es que “pasaba algo” y que ese algo era, probablemente, “grave”. Yo quise que el lector de este libro sintiera lo mismo: que estuviera ante una maraña, un “fárrago” de relatos y de desmentidos, en la ignorancia de lo que pasaba, pero con la sospecha y aún la certeza de que algo pasaba y de que ese algo era, probablemente, ominoso.

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RD: La narración se interrumpe por pasajes en latín. ¿Qué fin estético buscaban esas inclusiones en una lengua muerta más allá de verosimilizar los síntomas de Galateo?

DA: Es parte de la caricatura del tipo de cultura que han practicado la enorme mayoría de nuestros escritores: seudo-erudita, farragosa, leguleya, muerta, vueltera, impostada, colonizada, impersonal. Y no sólo nuestros escritores, sino también muchos de nuestros intelectuales y profesores (yo estudié y enseñé durante años en una facultad de derecho). No usarán el latín ya, pero usan cosas equivalentes: palabritas en francés, en inglés, en alemán, en griego, expresiones universitarias horribles como “abordar la problemática”, “encarar el problema”, “categoría teórica”, “discusión conceptual”, y palabras que aunque son, a veces, imprescindibles, no veo cómo se las puede usar sin repugnancia: texto, escritura, palabra, sentido, significante, cuerpo, rostro, espacio, lugar, gesto, mirada, distancia, espesor, encuadre, múltiple, en fin, todas esas cosas que los lectores disfrutan de encontrar en una página de Noé Jitrik o de Horacio González, pero que resultan tan empalagosas como hace setenta u ochenta años las locuciones y citas latinas de los juristas y sociólogos de cuarta. Eso no me impide leer con enorme placer gran cantidad de obras… de la antigüedad latina.

RD: Se nombra a Ercilla, Ovidio, Lucano, Luciano, entre muchos otros. Se trata de un texto hiperliterario. ¿Una nueva escritura sólo puede nacer de una “vieja lengua”, de su tesoro verbal?

DA: A mí me encanta todo lo viejo, todo lo primitivo, que aparentemente, para nuestro mundo contemporáneo, está más muerto que vivo. Y me encanta porque para mí es al revés: es ahí, en lo más alejado, donde encuentro la vida, más que a mi alrededor. El ejercicio se asemeja, me parece, al que recomienda Levy-Strauss: ir a los pueblos de más diferentes costumbres (con respecto al observador). A mí me entusiasma más la lectura de Petronio, Longo, Heliodoro o Plutarco, que de un montón de novelas argentinas de los últimos cincuenta años. Y me importa un comino que esto pueda aplicarse también a mis libros.

RD: Ese modo de enfatizar, esa precisión algo forzada y exótica de un estilo como el alcanzado en Las violetas… ¿no corre el riesgo de transformarse en su propia parodia?

DA: Es un riesgo que asumo con gran alegría. Como quien se agarra a un clavo ardiente. Los libros que más me gustan suelen ser paródicos. De Borges, creo que lo que con mayor placer releo cada tanto es Historia universal de la infamia. Y no sé si la definición del barroco no se proponía explicar este libro.

RD: Una escritura que por su lenguaje barroco lentifica los hábitos del lector. Impone otro ritmo de lectura, uno más atento.

DA: Pero eso no es por lo barroco del plan, sino por lo defectuoso de su ejecución. De esto último no puedo hacer otra cosa que disculparme. De lo primero, yo creo que si el lector adivina el juego, no necesita demorarse –por ejemplo a buscar en el diccionario las palabras que no entiende. ¿Qué importa no entender? O mejor dicho: gran parte del chiste está en no entender. Como pasa en algunas películas de Godard. En fin, si es que yo entendí bien las películas de Godard…

RD: El cruzamiento de planos de realidad, en el caso de Galateo, se da por causas naturales: su aparente locura.

DA: Si es “aparente locura”, eso supone que tal vez no sea locura, que haya alguna “otra cosa”.

RD: Buena parte del libro pertenece al orden de la alegoría, de lo interpretativo. En especial aquellas imágenes vehiculizadas por el “sueño” que tiene Galateo con la diosa Atargatis. ¿Cómo construyó ese friso tan ceñido como simbólico?

DA: Como era un sueño, seguí más o menos el procedimiento de los sueños: recortando y pegando según un poco de asociación, otro poco de azar, otro poco de perversión, y así. Ese sueño, curiosamente, tiene varias cosas robadas del Asno de oro, pero que robé porque antes encontré que se parecían muchísimo a los paisajes de mi infancia: los caminos calcinados en medio de unos campos pelados y polvorientos. Yo era chico, y aún en ese ambiente árido, tenía tanta fuerza para soñar y esperar la aparición de una diosa, que alguna vez (la fe que tengo en eso es ciega) tiene que haber aparecido. Para mí, escribir libros es una forma de indagar en esa fe.

RD: Actualmente es profesor en la Universidad de Bretagne-Sud (Francia). Conociendo su vocación de lector, y traductor ¿a través de que nombres hilvanaría la columna vertebral de la literatura que le interesa?

DA: Hay tantos, y tantas líneas que sigo con interés… En la línea filosófica, digamos, están Wittgenstein, Kierkegaard, William James o San Agustín. En una línea que podría describir como de exhuberancia narrativa, pondría obras y autores como la La Chanson de Roland, Rabelais, Tasso (Jerusalén Liberada), H. Fielding, Swift, W. Scott, Sterne (Tristan Shandy), toda la picaresca española, Kafka, Joyce (Ulises), Virginia Wolf, Faulkner, Lowry, Cambaceres (Sin rumbo), Lezama Lima, Arlt, Gómez de la Serna, H. Bustos Domeq, Néstor Sánchez, Ricardo Zelarayán, Juan Carlos Onetti, César Aira, Osvaldo Lamborghini o Fogwill. Pero después está la lírica, que cada vez me inquieta más, en prosa o verso, o la historia o la crítica literaria, con listas tan largas y heterogéneas como la anterior.