Los momentos previos a que el presidente venezolano Hugo Chávez hable frente al público develan una paisaje de personas disímiles que cofluyen en su apoyo al líder bolivariano.
Por Bruno Sgarzini
@brunosgarzini

Es de ese tipo mareas de gente que se ven finitas y largas por la televisión desde prácticamente cualquier ángulo. De esas que en el piso no permiten ver su fin y tampoco otra cosa que no sea camisetas políticas, rojas en este caso. Es una caminata alrededor de la historia y conformación del chavismo a través de sus caminos, debilidades, fortalezas y formas de legitimación. Son brazos que se abren de la ola y vuelven a encauzarse.
Del color blanco de las luces incandescentes del subte a la luz humana, se filtra el ruido de miles de voces ahogándose en murmullos, gritos y cantos. Escaleras arriba, están los vendedores con banderas, camisetas y gorros dominados por la cara de Chávez, Bolivar, Francisco de Miranda, El Che, Fidel. También está esa ola que va como si fuera una procesión en dirección a Petaré, la segunda barriada de Latinoamérica en términos de población. Su principio es allá, bien adelante, donde comienza otra masa de gente y su fin debe estar a lo lejos, cerca de una de las tantas montañas verdes oscuras que encierra a Caracas en un valle.
El paso de los jóvenes del color de la tierra fértil es tranquilo e interrumpido. Al lado están los cuarentones panzones de anteojos, los morenos con cuerpos de pescadores de todo el día y las señoras y señoritas de tacones que caminan coquetamente con una simpática sonrisa de boca grande y una figura que rememora a una vasija de cerámica realizada a mano. Más adelante, junto a las camionetas que reparten jugos, sandwiches y naranjas, está un camión que va al ritmo de la marcha con un escenario a su espalda. En él, un negro símil a un reggaetonero de ropa deportiva azul y roja estilo 90 alterna entre un discurso encendido en defensa de Chávez y un tema musical de bombos, trompetas y guitarra que pide a gritos la profundización de “la revolución bolivariana”.
Al negro le hacen de hinchada tres mulatas de rulos que se roban la mirada de los casados y una doña de punta en rojo con un presidente venezolano en el medio, unos lentes, un cuerpo encorvado y apretado, como su mandíbula, que sostiene dos porras del mismo color del atardecer. Ella, llamada “caperucita” por la militancia, recuerda a la dama de casa que paga la cuenta a fin de mes y que pelea con sus nietos para que vayan a la escuela. Podría estar en el sillón frente a la tele, pero está ahí, más firme que nunca en el día que da comienzo al chavismo, El Caracazo.
El día en que un paquete económico del FMI arrojó con un balde a miles de personas del anonimato de las casas de chapa y concreto amontonadas sobre la montaña a las calles del centro de la ciudad donde luego serían baleadas, golpeadas y hasta masacradas por la policía y las fuerzas de choque del por entonces presidente Carlos Andrés Pérez. En dos días, los muertos se contaron entre mil y tres mil. No por nada a uno de sus ministros de gobierno le caían lentamente gotas de transpiración desde las patillas hasta el cuello cuando cortó en seco su alocución frente a las cámaras para retirarse con un “no puedo” explicar ni justificar lo que sucedió.
Veintidós años más tarde, delante del escenario de “caperucita” sigue el paso la marcha de la que participan los trabajadores de Telesur, los militares retirados, los integrante de PDVSA, que sustituyeron a los que realizaron el paro petrolero de 2002 y produjeron una recesión económica de un año, y un grupo de punks que tocan en una plataforma a un costado, como si estuvieran para darle agua a los caminantes. Arriba, en los edificios unos cuantos ven la movilización con sus cabezas fuera de la ventanas. Entre ellos, una mujer arrugada por los años levanta un retrato del Chávez trajeado, señoril y político que asumió en 1998 luego de haber liderado una corriente interna del ejército que se opuso a las directivas del caracazo y después realizó un intento de golpe de Estado para “llevar al pueblo al poder”.
Abajo, reflejado en los ojos está un hombre encima de una moto con una remera verde oliva, un pantalón militar, una boina con una estrella roja por la que se le escapan unos cuantos mechones de pelo. Lleva barba de una semana y emula al héroe de todas las juventudes políticas del mundo. Los globos oculares también recorren años y años para llegar a tres muñecos que tienen las cabezas desproporcionales a su cuerpo. Uno es jefe y líder de la revolución cubana, otro posee el uniforme colonial de rojo en el medio y azul en los costados que lo convirtió en el Libertador de América durante las batallas en las que liberó Venezuela, Colombia y Ecuador, el último es quien busca “cumplir con el sueño de la patria grande” del segundo, Simón Bolivar, y uno de los que ha impulsado en NO al Alca, la Unasur, el Banco del Sur y la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA).
Más adelante ya casi frente al escenario principal está el palco de los ministros y colaboradores de gobierno que intentan hablarle a la muchedumbre, mientras que en el asfalto todos conversan como si lo que estuviera en frente fuera una banda soporte. “Acá nadie presta atención hasta que él aparezca a dar su discurso”, comenta un gordito veinteañero de pelo corto, jopo, piel morena y algunos granos en la cara. Así que hasta que él no ponga un pie frente al micrófono, se deberá escuchar a los políticos que la base supuestamente detesta por “burócratas y corruptos” y a un grupo de joropo, música venezolana del llano, cuyos integrantes están de sombrero, camisa, pantalones y botas rancheras. Recuperar la cultura y escuchar la visión política apagada por los ruidos de la movilización.
El discurso empieza en la segunda parte de la nota, la semana que viene

