A partir de su ópera hablada, Apátrida, Rafael Spregelburd juega con los conceptos para acercarse a la verdad del teatro argentino. Última parte de la entrevista al dramaturgo
Por María Luján Torralba
Foto Ale Star
¿Existe un arte nacional? ¿Qué elementos le dan identidad al teatro argentino? ¿Con qué se identifica el arte argentino en el exterior? Estas cuestiones plantea la ópera hablada de Rafael Spregelburd con música de Zypce, Apátrida, doscientos años y unos meses más. En 1981, en unas tierras de Morón, Eugenio Auzón, un pintor cuya obra no interesa a nadie, se burla de Eduardo Schiaffino, por intentar fundar un arte nacional, señalándole que el arte no tiene nacionalidad, sino una patria universal, que es el mundo. Como en la actualidad, surgen las preguntas y las polémicas que llevaron a Auzón y Schiaffino a batirse a duelo.
El autor de la obra no alcanza una premisa acabada sino que se anima a un juego de conceptos que se contraponen y debaten. Rafael Spregelburd afima: “No sabemos qué es el arte argentino. Un pensamiento optimista, positivista parece señalar que será del choque de ideas opuestas, enemigas, que surjan las respuestas. De una dialéctica precisa. Pero yo debo confesar que, a la vez que albergo esa esperanza, encuentro esta idea un poco decimonónica. Miro a mi alrededor y veo enfrentamientos aparentemente muy viscerales pero que no conducen a síntesis alguna.”
Sin embargo, la nacionalidad del arte, y del teatro específicamente, están relacionadas con las fuerzas de poder dentro de la cultura, el dramaturgo cuestiona si cada vez que nos vemos tentados a definir las características del teatro argentino no estamos cayendo en una simplificación que responde al lugar que las otras culturas le quieren dar. Ejemplifica: “Es evidente que el teatro de Buenos Aires es muy singular, que su relación con el público es rica y dinámica, que hay una cantidad de salas activas increíble, etcétera. Pero también deberíamos señalar que el rasgo quizás más distintivo de este teatro “independiente” es su marginalidad. Los actores que lo cultivan no pueden aspirar a vivir dignamente de él, a insertarse en un mercado. Así, ese teatro que se llama “independiente” comienza a “depender” lentamente de los subsidios estatales, de las políticas de las pequeñas salas de los favores y el capricho de mezquinos críticos.”
Como un laberinto dentro de otro, el dramaturgo arroja más interrogantes: “Entonces cada vez que nos ufanamos de la independencia de nuestro teatro, glorificando su marginalidad, su estética de pobreza y de sótano, ¿a quién le estamos haciendo el juego? Si ese teatro marginal, contestatario, imaginativo, tiene además calidad, y si ya existe un público que lo acompaña fielmente y va a su encuentro, ¿no es hora de abogar por un teatro menos marginal, más central, más visible y más digno para quienes pretenden dedicarse a él? ¿No es hora de exigir una razonable ampliación del teatro estatal, de exigirle que se posicione a la vanguardia y no a la retaguardia? ¿No es hora de estabilizar una producción que, como el tango, ha logrado demostrar en el tiempo su corporeidad, su dinamismo, su vitalidad y su compromiso?”
A partir del concepto “independiente” surge la dicotomía del teatro alternativo y comercial, que si bien ambos conforman el teatro nacional tienen características opuestas. El autor define al circuito alternativo, “al teatro cuyos actores son los verdaderos propietarios, en sistema cooperativo, del sentido que pretenden construir”. Explica que lo hacen con un costo personal enorme, y a veces dependiendo de magros subsidios estatales. De todos modos, allí nadie se mete en los contenidos, y eso garantizaría en primer lugar su libertad. Entonces, nacen más preguntas. Spregelburd cuestiona: “¿Puede ser que tal vez no sea tan así? ¿No implica la aceptación de un teatro reducido, chiquito, de corta duración en el tiempo, con poca difusión, sin escenografías, ya que los teatros independientes no están preparados para dejarlas allí, una serie de aceptaciones tácitas que implican, en definitiva, tan poca libertad como en otros sistemas?” – agrega – “En el circuito comercial, por otra parte, no parece haber gran libertad para crear nada. Se trata de un negocio que debe ir a seguro, se trata de complacer un gusto mediano, estandarizado previamente por experiencias similares, de una gran cantidad de espectadores al mismo tiempo. Los objetivos de este teatro son tan diversos que casi nunca se habla de él ni se lo tiene en cuenta cuando nos referimos al teatro de arte de Buenos Aires. Simplemente no se lo considera “de arte”, pero esta escisión tan tajante produce muchas veces una ilusión óptica: considerar “de arte” a todo el otro teatro, el marginal y el oficial, cuando muchas veces sólo es marginal o sólo es oficial y no mucho más”.
Foto Ale Star
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