Un recorrido por la ESMA infunde esos recuerdos que los argentinos no pudieron saber durante la dictadura militar comenzada en 1976.
Por Bruno Sgarzini
La oscuridad se mezcla con la falta de aire producida por la capucha negra que tiene en su cabeza. Ni el reflejo del sol, ni las copas de los árboles, ni tampoco la avenida Libertador que se extiende afuera de dónde está, sólo ve la eternidad de la nada misma. El apagón forzado de uno de sus sentidos agudiza al resto y lo sumerge en la desesperación de no poseer la certeza sobre lo que sucede a su alrededor.
Percibe los golpes en la cabeza y los riñones, la conversación de sus secuestradores y también la cadena que acaba de pisar el falcón después de la garita que antecede a la entrada al edificio donde será uno más de los detenidos-desaparecidos.
Ahí está la marca de esa cadena, en el piso, donde Paula, la guía, señala. Es un delgado hundimiento realizado en el asfalto, un detalle pequeño que la gran mayoría de los 200 sobrevivientes relata con extrema justeza: su primer recuerdo en la Escuela Mecánica de la Armada.
Después, se hace un semicírculo a través de una calle que lleva la entrada al Casino de Oficiales. Lugar de detención de esta persona imaginaria en la que uno se pone a pensar en todo el recorrido. El edificio tiene cuatro pisos y posee dos brazos largos que dan sombra al sitio en el que antes se estacionaban los autos de los grupos de tarea y ahora el día se nubla.
En la entrada, hay una galería construida con el fin de desorientar a los inspectores de la Corte Interamericana de Derechos Humanos de 1979 para que se confundan con respecto al relato de los sobrevivientes en el exterior. Esta se encuentra protegida por una especie de conjunto de ventanas similares a las de un invernadero.
Bajo la misma estrategía, en el hall del edificio se vislumbran las marcas de un ascensor y una escalera ya extintas. Ambas vías conducían al sótano largo, húmedo y despintado donde, entre salas frágiles de madera, se alternaban las zonas de tortura, propaganda audiovisual, falsificación de documentos y diagramación, así como la enfermería en la que se inyectaba el calmante previo a los vuelos de la muerte.
Arriba continúa intacto el hall. A un lado, está la escalera que comunican primero a los dos pisos en los que dormían los oficiales y directores de la ESMA que convivían con las personas que subían y bajaban con una joroba marcada por una custodia militar y una capucha negra. Los pasillos se nota que hicieron de partener en esta escena gracias a sus ecos nacidos a principios del ’20 cuando fueron constituidos.
El tercer piso se transforma en un pasillo largo y angosto hacia los dos lados. El lado izquierdo fue el alojamiento de los 5 mil detenidos que pasaron por la ESMA. El derecho fue el depósito de sus pertenencias y también donde una parte de ellos trabajaba en condiciones de esclavitud. En el medio, están las tres habitaciones que funcionaron como la “maternidad” que enorgullecía al represor Héctor Febres y que fueron como punta de lanza para alejar a los menores de sus padres “subversivos”. Se calcula que en este sitio nacieron 33 bebes, de los cuales sólo 11 recuperaron su identidad gracias a las Abuelas de Plaza de Mayo.
En el lado izquierdo, las vigas de metal caen hacía la dirección donde se encontraban ubicados los incontables cajones fúnebres de 75 de cm ancho y dos metros de largo en los que intentaban descansar los presos entre las esposas, cadenas y el ruido de una radio que buscaba no dejarlos dormir. Ahora “capucha”, eufemismo con el que se la denominaba, no es más que una sala vacía que concentra el olor de una casa antigua de San Telmo y que, según la guía, en invierno es más fría que el entumecimiento de manos y en verano más calurosa que una caminata por el microcentro porteño.
En la cúspide del edificio, existe un pequeño altillo donde estaba la mini cárcel y centro de torturas del Sistema Naval de Inteligencia. Esta pequeña pieza es como todo lo anterior, pero su espacio grafica aún más sobre la calidad de personas que fueron -y son- los represores ya que allí se llegaron a alojar hasta treinta personas, entre ellas a Azucena Villafor, una de las fundadoras de Madres de Plaza de Mayo.
Afuera del edificio está la avenida Libertador, una de las más transitadas de Buenos Aires, el bullicio del colegio que hacía de reloj de los detenidos y desaparecidos, y un mega edificio de ladrillos a la vista que se ubica donde antes había una fábrica.
El detenido-desaparecido imaginario espera la certeza de que esa cercanía con el mundo exterior represente el miedo que los maestres de la carnicería infundieron a la sociedad para evitar que pretendiera un sistema más igualitario. Y también la entrada por la que se puede hacer el propio recorrido imaginario el lunes, martes, miércoles y sábado por la mañana, previo aviso a visitasguiadas@espaciomemoria.ar
Fotos: Espacio para la Memoria.