El candombe florece a pesar de los vaivenes de la historia. Desde Rosas que permitió los primeros carnavales y también los prohibió, a las autocracias que aborrecían el “ruido”.

Por Romina Bianchi

En las peculiares calles de la ciudad, las negras de Latinoamérica, descendientes de aquellos africanos que llegaron al país dos siglos atrás con el fin de ser utilizados como esclavos, continúan con sus movimientos de cadera, sin amenazas, sin dictaduras, ni ataduras que prohíban moverse al compás del son tradicional.

Así, libres, pueden verse por San Telmo, Monserrat, la Boca y otros puntos del país iniciando un círculo de tambores (técnicamente llamados chico, repique y piano) en medio de un fuego afinador, atrevido, dispuesto a recobrarle vida a los dueños de una tradición negra repleta de religión, y voluntad de enfrentar las penas con alegría.

Y cuando sucede el templado de tambores, aparecen hombres de barba falsa y galera bailando como si fuesen ancianos apoyándose sobre un bastón. Cerca de ellos, las mujeres deslumbran con sus vestidos y gorras de santeras repletas de colores, grandes pulseras y colgantes. Juntos se atraen, se miran y seducen como el ritmo que los lleva a recorrer las calles empedradas de San Telmo, contagiando hasta los blancos, convirtiéndolos en participes de esta gran cultura afro rioplatense, libre.