Vivir en el Delta es una aventura extraordinaria que tal vez todas las personas deban experimentar en algún momento. Ser una joven isleña en el siglo XXI es naturaleza y solidaridad

Por María Luján Torralba
@lujitorralba

El humo que se impregna en la piel, los locales de comida rápida, el colapso del tránsito, gastar dinero, gastar más dinero, el último gadget de la tecnología, y siempre hay que llegar primero. Los abstraídos en el individualismo, lugares de paso, mendigos de barrio y miles de caras y ojos que se pierden en la vorágine. La ciudad, es tan eterna como ficcionalmente necesaria para alcanzar el éxito. En la era de las relaciones virtuales, existen jóvenes que eligen vivir otra vida. Ellos son los jóvenes isleños del Delta de Tigre. Definitivamente, otra vida. Una vida en la cual el consumo es a consciencia, el agua tiene un valor fundamental, y las relaciones humanas son lo más preciado. Cuando la conexión es a través de la naturaleza, todas las redes funcionan. A 50 kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires hay un paraíso donde la vida es batallera, exuberante y surrealista.

Lunes, 8 de la mañana, Sol termina su mate mirando al río por la ventana de su casa y sale. Antes de bajar la piragüita por la barranca “natural”, saluda al Chango, su perro y le echa una miradita al pasto que plantó hace un tiempo pero le cuesta crecer. Por suerte no llueve, y no necesita las botas de goma que tendría que sacarse dentro del bote y después llevar encima durante el día. Mientras rema, hace un repaso mental de las cosas que tendrá que traer del centro cuando vuelva. El silencio y la calma que le inspiró el Río Sarmiento se esfuman entre la basura y mal olor del puerto de Tigre. Después de veinte minutos de remo, Sol deja la piragua estacionada y se va a trabajar. Luego irá a su taller de cerámica y volverá para el atardecer. Ella sabe que si surge juntarse con amigos y salir por la noche, tendrá que quedarse en tierra firme. Claramente no aconseja volver remando después de tomar alcohol.

Quienes viven en la isla, ya conocen dónde está el barcito donde a veces también tocan bandas, dónde está la proveeduría, cómo es el número de la lancha ambulancia y el de la lancha taxi. Ellos son una comunidad que se ayudan mutuamente y comparten sus ratos libres. Sobre el arroyo Gambado, formaron un centro cultural donde suelen organizar festivales para los isleños y sus amigos.

Popularmente se suele concebir al isleño como un ser ermitaño, medio loco, que tal vez se fue a vivir allí escapando de su pasado. Sin embargo, los jóvenes isleños están lejos de ese imaginario colectivo y son personas que viven en la isla porque están comprometidos con la armonía de la naturaleza y porque destacan el respeto por los otros como ley fundamental para convivir. Los jóvenes isleños se desconectan de las superficialidades, del consumismo y del caos para liberar la mente y el espíritu por las aguas.

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-Mi nombre es María Sol Fernández, tengo 29 años y me dedico a la cerámica. Vivir en la isla es hermoso. Vivir en la isla, en la primera sección de islas del Paraná, es como vivir en la ruralidad pero dentro de una ciudad. Sobre sus habitantes, se habla de isleños y de no isleños, pero todos compartimos el mismo modo de vida, que es difícil de explicar para los que no lo experimentan. Las personas mayores viven una vida más centrada con lo que tiene que ver con su hogar, mientras que los más jóvenes, mantenemos mucho contacto con el exterior, más que nada me refiero a las actividades que realizamos en tierra firme. Para mí, ser un joven isleño es pertenecer a este paraíso verde. Hace un año y cinco meses que vivo acá, y no deja de maravillarme. A veces se me complica porque yo mantengo actividades toda la semana en continente, y la vida acá te pide que estés presente, tener leña, cargar el tanque, cuidar la huerta, subir el bote, traer agua potable de la ciudad. No podés descuidarte con esas cosas.

Antes vivía en Acassuso, en el bajo, muy cerca del río. Me mudé porque había renunciado a mi trabajo de camarera y no quería volver a lo mismo, a pesar de que tenía que pagar un alquiler muy alto y no tenía otro trabajo en vista. Entonces, me surgió la posibilidad de mudarme acá y me entusiasmé. Conseguí para alquilar una casa super barata y adelante de dos amigas de la facultad. Así fue que tomé esta decisión difícil pero acertada.

Desde que una rema para llegar a su casa, la mente se va alejando del ritmo cotidiano y los problemas del trabajo y del estrés del tránsito van quedando atrás. Una entra en otra cadencia. Remar te apacigua la mente, y cuando te empezás a proyectar en la llegada a casa, te das cuenta si subió o bajó el agua, te saludás con tus vecinos, la mente se conecta con cosas bellas. Las contras son lo que también podrían ser los beneficios, que la calle sea de agua, muchas veces es un impedimento, y que no haya muchos vecinos, a veces, te da la sensación de soledad. El hecho de que el agua no sea potable es una dificultad grosa, y que cuando hay bajante no se puede cargar el tanque para el funcionamiento de la cocina y del baño, es un garrón. A nivel comunidad los problemas actuales tienen que ver con los mega emprendimientos y con la falta de respeto por parte de lanchas y motos de agua hacia las embarcaciones chicas.

En cuanto me mudé, cambié mucho, la vida con vecinos solidarios es lo que más me llamó la atención, te dan ganas de que todos anden bien, de trabajar con el otro, de juntarse. Lo que más me gusta es estar en el muelle tomando mate y leyendo, o estar calentita adentro cuando hace frío. Cosas que me gustaban de otros barrios de la ciudad, pero, como ya dije antes, la cuestión social es lo que más me atrae.

Mi relación con la naturaleza es diaria y constante, me modifica si llueve, si baja el río o si sube. Estoy conviviendo todo el tiempo con los perros y los pájaros. El verde crece y crece más en primavera y en verano me tiro al agua frente a casa. El contacto es permanente. Y el río es para tenerle respeto pero también para disfrutar y para dejarse sostener. A mí el agua me encanta.

La vida en la isla en tres palabras: batallera, exuberante y surrealista. Cuando tu cuerpo está sostenido por el agua pensás distinto a cuando estás pisando tierra.

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Era aquí mismo, pero en esos tiempos— ¿cuántos años ya, viejo?— todos ustedes venían a pasar temporadas al bungalow que me dejaban mis padres, nos daba por el remo, por leer poesía hasta la náusea, por enamorarnos desesperadamente de lo más precario y lo más perecedero, todo eso envuelto en una infinita pedantería inofensiva, en una ternura de cachorros sonsos. Éramos tan jóvenes, Mauricio, resultaba tan fácil creerse hastiado, acariciar la imagen de la muerte entre discos de jazz y mate amargo, dueños de una sólida inmortalidad de cincuenta o sesenta años por vivir. (…)En fin, hablábamos de un sueño que tuve en ese tiempo, y era un sueño que empezaba aquí en la veranda, conmigo mirando la luna llena sobre los cañaverales, oyendo las ranas que ladraban como no ladran ni siquiera los perros, y después siguiendo un vago sendero hasta llegar al río, andado despacio por la orilla con la sensación de estar descalzo y que los pies se me hundían en el barro. En el sueño yo estaba solo en la isla, lo que era raro en ese tiempo; si volviese a soñarlo ahora la soledad no me parecería tan vecina de la pesadilla como entonces. Una soledad con la luna apenas trepada en el cielo de la otra orilla, con el chapoteo del río y a veces el golpe aplastado de un durazno cayendo en una zanja. Ahora hasta las ranas se habían callado, el aire estaba pegajoso como esta noche, o como casi siempre aquí, y parecía necesario seguir, dejar atrás el muelle, meterse por la vuelta grande de la costa, cruzar los naranjales, siempre con la luna en la cara.

Fragmento de RELATO CON UN FONDO DE AGUA
(Final del juego, 1956) Julio Cortázar