Alrededor del 10% de oriundos de Nicaragua vive en el exterior, principalmente, en Estados Unidos y en Costa Rica. Al primero, van los profesionales y al segundo, los migrantes rurales y de menor calificación laboral.

Por Bruno Sgarzini
@brunosgarzini

«En los setenta me cagué a vergazos con la guardia de Somoza, allá en las montañas, arriba de Matagalpa». Así empieza a contar su historia Miguel, petiso, bigote estilo mexicano, barriga, piernas anchas, torso amplio, con remera negra, pantalón azul, manos con azulejos, en plena construcción de una habitación.

«Ah, usted es del lugar de donde nacieron los intelectuales del sandinismo, Tomas Borges y Carlos Fonseca», le responden. Borges, porción de pelo negro que se sube a la cabeza, arrugas, nariz hundida, aire de maestro. El segundo, barba de bigote y pera, tez morena, pelo crespo y enmarañado y anteojos de intelectual fundador póstumo del Frente Sandinista de Liberación Nacional.

Miguel: Pues fue una etapa arrecha en la que dormíamos en la montaña. Lo peor es que la revolución terminó en el 79, pero a los pocos años hubo que volver a las armas y salir a la frontera. De un momento a otro caían bombas o algún avión derribado por nosotros.

Público: ¿ Y cómo fue que terminó acá?

M: Llegó Violeta -Chamorro, ex presidenta del 90 hasta el 97-, todo estaba mal, era muy difícil conseguir brete. El país encima estaba destruido por la guerra, así que estuve un tiempo y decidí partir hacia San José de Costa Rica. Luego, me traje a mi mujer y los chigüines. Me metí en trabajos temporales hasta que decidí venir a la costa a probar suerte y aquí estoy.

Miguel un día decidió tomar esa ruta que pasa puentes, ríos, montañas, llanos: tierras de aire cálido que absorben las gotas que descienden de la frente al piso, donde los chóferes de los colectivos amarillos modelo simpson se ponen de acuerdo con sus ayudantes para subir a los pasajeros dispersados en el camino, aún si están a kilómetros y kilómetros de la parada.

Él, el mismo día, se frotó los ojos con sus manos callosas, los cerró y al abrirlos se volvieron brillosos hasta perderse en los dos volcanes de la isla Ometepe dentro del Cocibolca, lago ubicado a un costado de la carretera que está a pocos kilómetros del mar.

Esa fue su despedida antes de pasar a mostrar su pasaporte a los uniformados de celeste de su país y a los de azul de Costa Rica. A partir de ahí, se convirtió en uno de los 689 mil nicaragüenses que viven del otro lado a la intemperie de trabajos temporales que se alternan entre tareas en construcciones y cosechas de frutas o cereales. De ellos, 242 mil son legales y 450 mil no tienen documentos.

También, como el resto, alguna vez formó parte de esa conjunción de grupos y grupos de bigotudos que se dan cita en la plaza de los “nicas” de San José, capital de Costa Rica. Al frente, la catedral inmensa que se pierde en el cielo le dio sombra para recordar las noches en las que se juntó con sus amigos a quemar unas bichas y ver las peleas del máximo ídolo deportivo de su país, Alexis Arguello, su compatriota de metro noventa cuyos brazos largos mecían a golpes a sus contrincantes.

Vino en los noventa, pero antes la mezcla entre ticos y nicas se acentuó durante la dinastía de Somoza instaurada en 1937, la revolución, la guerra y los noventa neoliberales de América Latina. Es hijo de todo eso que convirtió a su país en el segundo más pobre de Centroamérica después de Haití y, paradójicamente, uno de los menos violentos de la región gracias a los círculos sociales que dejó el sandinismo en su breve paso.

Primero fue a enviar remesas a su familia para poder salir de los vendedores ambulantes que ofrecen desde bolsas con jugo hasta pollo frito en bandejas de telgopor. Luego, movió su mano con gesto de “ven” para convencer a su familia. Así fue como una madeja de hilo llevó a otra hasta desembarcar en Jaco (palmeras, olas gigantes, edificios iguales, surfistas, prostitutas, gringos) dentro de un hotel donde en este momento pega con cemento los azulejos de un baño que será parte del hogar momentáneo de turistas locales e internacionales.

Cada azulejo lleva un número, el que Miguel puso allá arriba del caño donde empieza la ducha dice que el 79 por ciento de las familias pinoleras poseen un miembro con trabajo informal. El que lleva de un manotazo hacia arriba de la canilla se sostiene en que el 97% de los inmigrantes en Costa Rica son nicaragüenses, y el que coloca antes de que la mirada caiga al piso indica que casi el 10% de la nación con más poetas per cápita del mundo reside en el exterior, principalmente se dividen entre migrantes rurales en Costa Rica y profesionales en Estados Unidos.

Su balde con cemento mezclado también lleva un sinfín de números que saltan por doquier. Al techo se escapan los $163 millones que se envían a través de bancos, empresas intermediarias y familiares y amigos que cruzan la frontera para regresar a una vida con tiempo de vencimiento. Por el piso se escabulle de pasos en punta el 20 por ciento de pobreza extrema, número que las remesas alimentan para que no aumente, según la Academia Centroamericana.

El resto se pierde en los rayos anaranjados que salen del sol caído en desgracia. Se van con la sombra de un hombre que sonríe con el brillo de dos dientes de metal, y se calza una mochila azul y verde donde lleva sus herramientas. Se agacha para atarse los cordones, y se levanta para ir a disfrutar las horas que le deja el día. Hoy no es ayer y mañana no es hoy, el hilo fino camina de nuevo contra el viento cálido de la crisis.

Crédito foto: Cortesía Reuters