Una crónica del yo sobre una ruptura, una visita a la capital turca y un libro que motivó ese viaje que no salió como estaba planeado.

Por Agustina Ordoqui
@AgusOrdoqui

Llegué a Estambul con la cara hinchada y la panza rugiendo de hambre. De a ratos, tenía esos espasmos de cuando el cuerpo quiere seguir llorando pero ya no le quedan lágrimas y entonces se contrae y se suelta una y otra vez.

Mi novio me acaba de dejar. “Estoy viendo a otra persona. Me voy a volver”, me dijo en Barajas antes de tomar el avión a Estambul. O algo así, ya no recuerdo las palabras exactas. Estábamos en la fila de embarque cuando se quedó atrás. Me di vuelta y le pregunté qué le pasaba. Creo que después le pregunté quién y hacía cuánto. La fila avanzaba, yo seguí avanzando y él siguió sin moverse. 

Subí. Abajo quedaron él, los siete años juntos, los nombres que habíamos pensado para nuestros futuros hijos y el viaje que habíamos proyectado para festejar que me recibía, un viaje que habíamos desarmado al menos cinco veces en lo que iba del año y que finalmente había decidido hacer con mi mamá y al que luego se sumó él.

Durante las cuatro horas de vuelo de Madrid a Estambul estuve agazapada en mi asiento sin parar de llorar, envuelta en la manta turquesa de la aerolínea que mi mamá muy elegantemente me convenció de llevármela puesta porque en ese estado en el que estaba quién me iba a decir algo y porque aparte el color era lindo. No toqué la cena que nos sirvieron y apenas tomé agua.

Fue así entonces como, con los ojos achinados y enrojecidos, las ojeras como compotas, el maquillaje corrido, el pelo electrificado por el roce con la manta, la manta puesta como un poncho y muerta de hambre, hice mi entrada triunfal en el aeropuerto internacional de Estambul.

A Estambul la había elegido mi mamá por un libro que le presté. Yo había elegido unos pueblos del sur de Francia que me habían llamado la atención cuando estudiaba Historia del Arte, negocié para repetir París y creo que mi flamante ex solo había dicho que quería ir a Londres.

El libro, en cuestión, era Muerte en Estambul, de Petros Markaris. Es un policial que lleva al detective Kostas Jaritos como protagonista. El hombre va con su esposa de vacaciones a Estambul y mientras recorren la ciudad y sus mezquitas y degustan tés y delicias árabes, Jaritos se hace un hueco para resolver una serie de asesinatos que involucran a la comunidad griega de la capital turca.

Las páginas de Markaris te llevan a sentir el relieve de las calles de piedra y los aromas mezclados de esencias y especias de la zona de los bazares. La historia, además, se inserta en un contexto concreto: la situación de los griegos que viven en Estambul tras el intercambio de pobladores que hicieron Turquía y Grecia en la década de 1920 tras la guerra entre ambos países. 

Lo leí, me gustó y, como todo lo que me gusta, se lo recomendé a alguien que, en este caso, fue mi madre. Yo creo que no quedé tan alucinada con las imágenes como ella, aunque sí me atrapó la parte histórica de la novela. Pero, de todas formas, cuando me propuso ir, me gustó la idea de conocer una ciudad que, hasta entonces, nunca había entrado en mi radar. 

No sé qué habrá pensado el chico de la recepción del hotel cuando me vio acercarme al mostrador envuelta como en un manto celestial y con la cara demacrada. Habíamos llegado a las 5 de la mañana, mucho antes del check in, pero nos dejaron guardar las valijas y dormir un rato en los sillones hasta que se hiciera de día. Aproveché la conexión de wifi para escribirles a mis amigas y contarles lo que había pasado y llorar un poco más. Ni bien afuera aclaró un poco, mi mamá me dijo que saliéramos a dar una vuelta.

Habíamos elegido bien el hotel, en el corazón de Sultanahmet. Salimos y escuchamos el tintineo del tranvía a una cuadra, caminamos un poco y enseguida nos topamos con un primer monumento, completamente distinto a lo que había visto en Europa. Era una construcción con arabescos dorados encargada en el siglo XVIII por el sultán Zeynep. Dos pasos más y teníamos a la izquierda la emblemática Hagia Sophia y a la derecha la imponente Mezquita Azul. Escuchamos el llamado al rezo del amanecer. La Mezquita Azul vibraba con el canto de la adhan. Le respondían desde otras mezquitas cuyos minaretes veíamos a lo lejos.

Recuerdo todo eso a la perfección. Todos mis sentidos se expandieron ante semejante belleza. Me puse los anteojos para disimular la hinchazón y le pedí a mi mamá que me sacara un par de fotos. No podía dejar de mirar todo mientras seguíamos caminando por ahí. 

Del resto del día me quedan solo algunos momentos y la sensación de haber flotado de un lado al otro. Reviso las fotos de ese día. Era mediados de septiembre, lo que en ese lado del mundo significa el fin del verano. Hacía calor. Estoy en casi todas las fotos con una remera con elefantes negros y a veces con buzo azul.

Si sigo lo que me devuelve la carpeta Estambul 2013, fuimos a la Cisterna Basílica y le saqué unas veinte fotos a las columnas de la cabeza de Medusa, una está del derecho y la otra, del revés. Me acuerdo del agua, de la oscuridad y de la arquitectura de estilo jónico y corintio. El lugar data del siglo VI, plena época bizantina.

Veo también que comimos un kebab que había resultado tan rico como barato, que cruzamos el río Bósforo a pie, vimos la Torre Gálata y nos sentamos a ver un atardecer del que solo tengo una imagen bastante mala y al que no le presté suficiente atención -a pesar de que los atardeceres en el Bósforo son míticos- porque el lugar tenía wifi y quería revisar si había recibido algún mensaje.

Volvimos de noche, yo llevaba más de 35 horas sin dormir y fui a tomar una ducha. Fue mi primer momento sola desde lo que había pasado y me acurruqué en la bañera, abrazando las rodillas mientras corría el agua. Salí una hora después y me metí directo en la cama sin secarme el pelo y sin soltar el celular para revisar, otra vez, si tenía mensajes. Me costó, pero finalmente pude dormir.

En total, estuvimos media semana en Estambul. Con el pasar de los días, se me fue desvaneciendo la sensación de drama, aunque tengo muchos borrones de la ciudad, producto de que mi cabeza, en muchos momentos, divagaba y pensaba en que todo sería diferente cuando volviera a Buenos Aires. 

Uso de vuelta las fotos como ayuda memoria. Vimos el Gran Bazar y el Bazar de las Especias, subimos a la Torre Gálata, caminamos por la avenida Istiklal hasta llegar a la Plaza Taksim, miramos hasta el último azulejo del Palacio Topkapi, la residencia de los sultanes, y comimos una picada que veo y se me hace agua la boca. 

Mi mamá fue señalando y recordándome los lugares que mencionaba Markaris en su libro. Yo registré todo con la cámara, probablemente ya convencida de que, tan distraída en mis pensamientos, me estaba perdiendo lo que tenía enfrente y así, al menos, lo iba a volver a ver.

Escribí también algunos momentos para no olvidármelos. Como cuando cruzamos el Bósforo con un barco -el de transporte, no el turístico, trucazo- y pensamos que estábamos en la parte asiática, pero no, seguíamos en Europa. Entonces nos pasó que nos confundimos en la vuelta y ese barco de casualidad nos dejó en el lado asiático, así que ya podíamos decir que habíamos estado en Asia. Caminamos un poco, nos perdimos otro tanto y encontramos una tienda que vendía playstations y se llamaba Perón. 

O como cuando vimos que los lugares que vendían dulces árabes al peso te los ofrecían para probar ahí mismo y entonces con mi vieja pasábamos siempre después de comer para tener postre gratis. 

Hay muchos otros momentos que, pese a mis esfuerzos, simplemente los perdí. También sé que durante mucho tiempo me obligué a invocar a Estambul como un lugar maravilloso -por más que recordara solo la mitad- como una reivindicación de principios, de que yo era lo suficientemente fuerte como para disfrutar de un lugar aunque estuviera triste y se me cayeran algunas lágrimas mientras paseaba. Lo cierto es que, por mucho tiempo, pensé en volver para revivir y completar los recuerdos que me quedaron perdidos.

Dos años más tarde, volví, aunque de forma casual. El vuelo que me llevaba a vivir a París tenía una escala larga en Estambul. La aerolínea me trasladó a un hotel para dormir y a la mañana bien temprano ya tenía que salir de vuelta al aeropuerto. Miré la ubicación y era un barrio en el que nunca había estado y, por lo tanto, no me animé a salir sola de noche. Subí al bar del hotel para al menos pedir una buena comida árabe. Solo vendían hamburguesas.

La vuelta también fue vía Estambul. Me tocó en pleno intento de golpe de Estado contra el primer ministro Recep Tayyip Erdogan. Desde la combi que me pasó a buscar, vi las calles llenas de barricadas y, por eso, tampoco me animé a salir. Sí me quedé toda la noche mirando, desde la ventana del hotel -esta vez, céntrico-, pasar a las caravanas de manifestantes que tampoco dormían. 

Pero Estambul me ofreció, en esta ocasión, un regalo: el llamado al rezo del amanecer, como ese que escuché la primera vez. A lo lejos, veía dos mezquitas iluminadas que sobresalían entre las casas y los edificios y detrás, el horizonte aclarando. Mientras salía el sol, la ciudad se tornaba rosa y musical y las personas se iban despertando con el cantar de los imanes. 

Ese amanecer desde la ventana, conmigo más entera y a punto de volver a ver a mi familia, amigos y amigas después cumplir el sueño de mi vida, que era estudiar en París, fue mi esperado reencuentro con Estambul.

Un plus. Mucho tiempo después una amiga me recomendó Estambul de Orhan Pamuk y, cuando lo leí, sentí cómo algunos de los lugares que había visitado volvieron visualmente a mí sin que necesitara revisar la carpeta de fotos. En el libro, el autor recuerda su niñez en lo que, en verdad, es una oda a la ciudad. Era mediados del siglo XX, Estambul recién empezaba su proceso de modernización y Pamuk va registrando con nostalgia cómo la ciudad de su infancia se transforma con él hasta convertirse en la ciudad de su adultez.

A veces pienso en Estambul y me pregunto si me hubiera gustado tanto si no la hubiera visto como la vi. Siempre digo que, a pesar de todo, Estambul me voló la cabeza; pero por momentos creo que Estambul fue lo que fue para mí por ese a pesar.