Con «Un puente en el Drina», de Andrić, como disparador, Ignacio Hutin nos lleva a recorrer una región caótica en la que se entremezclan sus recuerdos, también confusos.
Por Ignacio Hutin
@iehutin
No volví a leer a Andrić y quizás nunca lo haga. Fue la puerta de entrada a un sitio que ya no existe, que se transformó en algo nebuloso, en montañas que fueron deseos antes de conocerlas. Porque Višegrad no fue más que un símbolo o, mejor dicho, una metáfora de esa región compleja, hermosamente horrible y horriblemente hermosa en donde (si se me permite el cliché) dejé buena parte de lo que yo también fui.
Tal vez sería mejor comenzar por el principio, aunque no sepa bien cuál es. La librería de avenida Nazca en la que por fin encontré una edición muy bien conservada de 1962 y en donde el librero me preguntó por qué, por qué necesitaba encontrar un libro que no se publicaba en castellano hacía décadas. Quiso saber si mi ascendencia era balcánica, si conocía la región. Hablamos mucho de historia y también nos dimos recomendaciones y deseamos buena suerte.
Flash forward. La terminal de micros de Prístina estaba oscura y vacía a esa hora indescifrable antes del amanecer en la que llegué por primera vez a Kosovo. Volví muchas veces a Prístina, tantas que encontré mi bar preferido (el bello Dit e Nat, con sus gatos sobre las mesas, su cuadro con la tapa de El Principito en albanés, sus mozos que alguna vez me cantaron feliz cumpleaños) y llegué a conocer al por entonces presidente y al eventual primer ministro de un país que Argentina no reconoce.
Pero nunca se vive dos veces por primera vez. Kosovo era para mí tan sólo la primera guerra que recuerdo: así como las palabras “presidente” y “Menem” se conectaban automáticamente, también lo hacían “Atlanta” y “96” y, claro, “Kosovo” y “guerra de”. Ahí estaba, en una terminal oscura esperando un micro, cuando un muchacho se acercó corriendo: “Prizren, Prizren”, anunció al único pasajero. Pronto pensé que tal vez no fuera buena idea subirme a un autobús informal, pero la joven turista asiática dormida me resultó un alivio. Los turistas asiáticos no corren riesgos inútiles para contar una buena historia. Amaneció en la ruta. No me importa dónde estoy.
Hubo un italiano en Prizren cuyo nombre no recuerdo ni él recuerda el mío, pero fue mi amigo cuando aprendí qué había sido esa guerra de Kosovo, qué había pasado cuando las cámaras se apagaron y los disparos ya no fueron leitmotiv de una tierra. “Bienvenidos a Kosovo, capital del quilombo”, escribí en mi diario. Digamos que el italiano se llamaba Giuseppe, que suena italiano. Nos sentamos en la vereda y pronto nos hermanó una historia: cargaba consigo el mismo libro de Ivo Andrić que yo. “Hay que leer Puente sobre el Drina en los Balcanes”, coincidimos. Y Kosovo pronto se volvió concreto, como se habían materializado Bosnia y Serbia, pero también la fuerte rakija, los burek, la lluvia, las montañas y su gente.
Flash forward. Tres años más tarde, regresé a Prizren cuando Balcanes ya no era una palabra extraña, Giuseppe había desaparecido, Kosovo ya no era la guerra de y yo viajaba para despedirme de la mujer con la que iba a casarme. Nos vimos una última vez al año siguiente, pero el cierre formal de esa relación tortuosa entre el sudaca judío y la musulmana albanesa fue en Prizren. Esa tarde ella subió a un furgón tambaleante con destino a Tirana y yo le tomé una foto mientras se cerraba la puerta. Nunca volví a leer a Andrić.
(…) la leyenda sobre el origen y el destino del puente es, al mismo tiempo, el relato de la vida de la ciudad y de sus habitantes, de generación en generación de la misma manera que a través de todas las narraciones sobre la ciudad pasa la línea del puente con sus once arcos y una kapia que corona su centro.
Los recuerdos se entremezclan y confunden, de la guerra o el odio, del cansancio o el miedo y el alivio y la risa inoportuna. El clamor de los minaretes, un río en el que se ocultaron muertos. Sí, hay que leer a Andrić. Al menos su obra cumbre, su Puente sobre el Drina, que narra la historia de Višegrad, tan extrapolable a toda la región. Una pequeña ciudad, un río, serbios y bosnios, cristianos y musulmanes, judíos, gitanos, turcos, humo, comercio, caravanas, caravanserai. El pequeño niño serbio se convierte al islam y ahora es Mehmed-Paša Sokolović, gran visir otomano, constructor del puente que da nombre al libro. Radislav intenta sabotear la obra y los otomanos lo sacrifican en forma casi ritual: Andrić describe precisa, pacientemente el proceso de empalamiento al pobre campesino cristiano. “¿Llegaste a la parte del empalamiento?”, me preguntó Bojana en Belgrado. Sí, cómo olvidar el estremecimiento del dolor ajeno impregnado en esas líneas, palabra por palabra, detalle por detalle.
El puente se terminó y también se terminó el Imperio Otomano. Los cristianos austrohúngaros se hicieron de Bosnia, hubo cambios, disputas, más humo, confusión, muchas más guerras de esas que nunca acaban y cadáveres bosnios flotando río abajo durante los 90, cuando “Menem” y “presidente” eran la misma palabra. Y el puente entre montañas que aún une lo que ya no es.
Andrić fue mi puerta de entrada a ese mundo extraño en el que se convivía a diario con disputas étnicas y estereotipos, siempre condimentados con pimentón, siempre acompañados con café. Fue el primero de los muchos relatos con los que entré en contacto cuando los paisajes se materializaron. Balcan significa montaña y eso fue lo que vi: montañas. Rutas que zigzaguean como esa historia difícil que es su gente, siempre tan sobresimplificable desde los ojos ajenos, siempre encantadoramente sarcástica. Porque Balcanes tal vez sea eso: el metódico empalamiento de un pobre saboteador cristiano, narrado con la parsimonia de un escritor detallista y filoso.
No sé. Los recuerdos se entrecruzan y confunden: de la terminal de micros en Prístina al río en donde flotaron cadáveres. Hay algo cínico en todo esto, algo que lleva a que el saboteador cristiano se reencarne en Gavrilo Princip para asesinar al archiduque Francisco Fernando en Sarajevo, algo que me llevó a volver una y otra vez a una región imposible, que duele de recuerdos hermosamente horribles y horriblemente hermosos. Ya no puedo disociar Balcanes de lo que fui en la avenida Nazca ni del yo que cumplió años en Dit e Nat, mucho menos de ese que le tomó una última foto a la albanesa en Prizren ¿Cuál de esos yo hubiera tomado las armas para defender o para destruir? ¿Quién de ellos encontró orden en el caos? El autor se apropió de un puente para unificar y ordenar relatos, pero yo no supe encontrar la unidad ni el orden.
No es fácil evitar los lugares comunes ni eludir la nostalgia en aquel río. Habían pasado casi seis meses desde la despedida en Prizren: yo tenía una novia serbia, ella tenía un novio estadounidense. Entonces, por fin, volví a Bosnia. Un serbio que vivía en Kuwait me dejó en la frontera, en donde el asfalto se convirtió súbitamente en ripio y el calor intenso dio paso a una tormenta de verano. “Es tu día de suerte”, me dijo el camionero bosnio-canadiense que me levantó en la ruta. Por la tarde estaba en Višegrad, con algunas markas en el bolsillo y una cama entre las montañas y el Drina. La estación de tren era ahora pura destrucción fotogénica y los minaretes aún clamaban en una ciudad predominantemente cristiana y serbia, pero formalmente bosnia. Kusturica construyó allí una suerte de parque temático. ¿Y qué?
Anocheció mientras el tiempo pasaba lento a la vera del río. Verde, recuerdo que el Drina estaba verde y que lo surcaban barquitos con un puñado de turistas. También recuerdo el sonido del agua bajo los once arcos del puente otomano, el puente de Sokolović, de un Andrić que fue Nobel de Literatura y que es héroe local. El río fluía y llevaba consigo la carga de idas, vueltas, regresos y de todo lo que no supe contar. En la kapia, en el centro del puente sobre el Drina, se reunieron por siglos los habitantes de Višegrad y fue allí que me senté a contemplar la nada, sabiendo que la puerta de entrada era ahora una salida, un punto de no retorno.
No sé qué decisiones tomé entonces ni por qué, sí sé ahora que la albanesa vive en Estados Unidos y que nunca me decidí a escribir una novela de nuestra historia. Quizás porque no pude hacer de ella un puente de unidad y de orden. Sé que aún no la nombro, como no se nombra lo que nunca debió existir. Sé ahora, sobre todo ahora, que los Balcanes pesan en recuerdos entrecruzados y difusos, inconexos, a los que no aprendo a volver, que parten al amanecer de una ruta kosovar y alcanzan el anochecer de un puente sobre el Drina. Y también sé que nunca volví a leer a Andrić y que quizás nunca lo haga.