Las “Aguafuertes cariocas” de Robert Arlt son un recorrido sagaz, honesto y contradictorio por una ciudad tan amorosa como doliente.
Por María Luján Torralba
“Pienso mezclarme y convivir con la gente del bajo fondo que infesta los pueblos de ultramar. Conocer los rincones más sombríos y más desesperados de las ciudades que duermen bajo el sol del trópico”, comienza Roberto Arlt en estos primeros relatos escritos en 1930 y editados por primera vez por Adriana Hidalgo editora en 2013. Las Aguafuertes cariocas son las impresiones de un porteño pura sangre que llega a Río de Janeiro enviado por el diario en el que trabaja para hacer artículos culturales. Sin embargo, en estos dos meses, Arlt no se reconoce ni como periodista ni como escritor, sino como “un hombre de carne y hueso” que se apropia de pequeñas historias, de reflexiones satíricas y de retratos salpicados. Crónicas escritas con una pluma sagaz que convierten a los lectores en adictos insaciables.
En el correr de los días en la ciudad, Arlt va desarmando sus expectativas de las meninas “que hablan un español estupendo y un portugués musical”, de los negros mestizos, de la alegría (que es sólo) brasilera, de las vanguardias literarias y de los revolucionarios de incógnito. Estas figuras esterotipadas se van deconstruyendo a medida que el autor va profundizando en las miradas de las personas, en las palabras de una anciana, en el olor putrefacto del tranvía, en las noches desiertas a la medianoche.
Por un lado, la admiración por la belleza desmedida: “Como si no les fuese suficiente con el colorido de los montes, de las mujeres y de los crepúsculos que encienden la ciudad de lluvia sonrosada o verdosa, adornan también las locomotoras ¡Y con moñitos!”
Por otro lado, el asombro por las costumbres sacrificadas: “Yugan, yugan infatigablemente y amarrocan lo que pueden. Sus vidas se rigen por un subterráneo principio de actividad, como díría un señor serio haciendo notas sobre Brasil.”
Los gestos amables, las charlas amorosas, los jardines sin flores, los mininos y las nubes de humo se van mezclando en una especie de extrañamiento. Río es una ciudad de Sudamérica pero es diferente. Hay algo que no le cierra a Arlt, algo que no le permite sentirse cómodo más allá de la honesta gentileza de los cariocas.
En una constante comparación con Buenos Aires, el autor de Los siete locos descubre que la de Río es gente de primera clase y gente “que trabaja”. Y en esta constante comparación con Buenos Aires resalta que estos trabajadores, obreros, negros, pobres, no son más que eso. Se asombra de la ausencia de discusiones intelectuales. A diferencia de Argentina, donde en cada bar, en cada barrio obrero, en cada esquina y a cualquier hora de la noche, se escuchan ideas sobre el socialismo, las cooperativas y la escuela pública.
Las aguafuertes cariocas son relatos crudos, con halos de humor, crítica social y cinismos que se cuestionan por qué Río es como es.
Estas impresiones toman otro sentido, cuando un día, en la redacción donde escribe sus textos, Arlt descubre un poco por casualidad y un poco por no querer oficiar de historiador, que Brasil celebrará los 42 años de la abolición de la esclavitud. En ese momento, como un mensaje revelador de todas las verdades, como una pieza que permite que se forme el rompecabezas, en ese instante, Arlt comprende que “esas viejas negras tan simpáticas y nobles” que conoció, cuando eran jóvenes habían sido esclavas que debían responder a las órdenes y castigos de un amo en su facenda; deduce que el hombre del tranvía que tenía 50 años, cuando tenía ocho tal vez había sido vendido en el mercado de esclavos en la rua 1º de Marzo. “Yo escucho como si estuviera soñando.”
Esta deconstrucción paulatina de los clichés del folcklore brasilero permite acercarnos a una cultura por momentos lejana. Esos negros que describe con las mismas cualidades que el carbón del tren, esos negros que “solo trabajan” se llenan de humanidad paradójicamente cuando Arlt descubre su esclavitud.
Un plus. Así como cada ciudad puede ser distinta según la experiencia personal, también lo es según el artista que la retrate. De todas maneras, podemos enlazar relaciones entre ambas miradas y ponerlas en discusión. En la búsqueda de películas sobre Río de la década del ’30 encontramos Flying Down to Rio, un musical estadounidense de 1933 (con todo lo que esto implica) dirigido por Thornton Freeland, en el que Gene Raymond interpreta a Roger Bond, un músico estadounidense que se enamora por una aristócrata brasileña, Belinha de Rezende (interpretada por la actriz mejicana Dolores del Rio), que regresa a Brasil para casarse. Roger y su banda, liderada por Fred (Fred Astaire) y Honey (Ginger Rogers), luego viajan a Río de Janeiro para prevenir el matrimonio.
Si la mirada de Arlt estaba poblada de estereotipos y prejuicios, claramente la de Freeland también.
IMPERDIBLE: La escena del “Show aéreo”. Una avioneta con bailarinas en sus alas haciendo piruetas por los cielos de la ciudad carioca.
- Lo más valioso del film: las increíbles imágenes de la ciudad en 1930