Chuao, Venezuela, es un pueblo con 430 años de antigüedad que vive de la producción de cacao. Su realidad contrasta con la pobreza del resto de sus hermanos del caribe.
Por Bruno Sgarzini
@brunosgarzini
El deseo abre sus manos para atraparte, te atenaza y te obliga a que te agaches para sacar uno o dos cacaos rojos de una montonera que parece haber caído de madura. Están apiladas de a grupos, una está a tres metros del camino, otra está metido dentro del bosque, pero todos son lo mismo, una obra de arte de colores vivos que brillan en contraste con el verde de los árboles que ocultan a las nubes con sus ramas milenarias.
Por eso el deseo aprovecha para desviarte de un manotazo del camino que conduce a Chuao, Venezuela, y te hipnotiza con la luz que brilla de las montoneras. Lo que no te dice al oído es que no están amontonados porque Dios se levantó un día medio despabilado y pensó que sería lo más natural posible sino porque inventó a una población que fue usada como mano de obra para cosecharlos, cuidarlos y apilarlos con el propósito de exportarlos hacia otros lugares como el «mejor cacao del mundo».
La historia.
Primero vino Cristobal Mexía de Ávila a sacar a los indios y enterró una idea en la tierra que después trajo con sus brazos a centenas de inmigrantes africanos pasado el 1.500. Luego, su hija, Catalina Mexía de Liendo, fue la encargada de subirse arriba de una tarima para señalarles como debían continuar con la explotación.
Antes, los dos extranjeros de cuello blanco y nariz parada habían definido que el pueblo debía estar escondido detrás del bosque para evitar que los contrabandistas de Curazao o los propios españoles los encontraran, ya que por esa época el cacao era un bien preciado y una de las principales exportaciones de la región.
Así se perdieron de estar a la vera del mar Caribe, y encerrados en una burbuja de montañas que no deja ver otra cosa que no sea arena, océano, palmeras y el horizonte infinito por donde vinieron los negros que hoy representan el grueso de la población estimada en 2.500 habitantes.
Hoy sus cadenas fueron carcomidas por la historia y el Estado se encargó de acomodar todo en su preciso lugar, los extranjeros abajo, como visitantes momentáneos o como pobladores asimilados al pueblo, y los ex esclavos en la tarima que antes ocupaba la noble dama que debió retirarse después de que Simón Bolivar abriera las rejas y los dejara salir.
El pueblo.
La botella de vidrio donde está encerrada Chuao va de una montaña que hace de espalda, y un pasillo de peñascos que culmina en el mar. Alrededor todo es bosque, y en el medio corre un río que desemboca en el mar, su función es llenar de humedad el ambiente y provocar que la tierra convierta las semillas en arboles.
La soga con la que se agarra del exterior es el mar por donde arriban las lanchas que salen de Choroní, su hermano turístico. Por eso cuando llega alguien los puestos de la arena, la única calle y el centro de pescadores artesanales son los encargados de realizarle una radiografía de sonrisas y saludos.
El tirón de los negros termina cuando tensan la soga para que la caja de una camioneta los lleve cada quince minutos desde la costa al pueblo, o viceversa, para conectar esos cinco kilómetros repletos de arboles, que juegan a la mancha con aviones, y de cauces de río que se acuestan en los pies de las ruedas para entorpecer el camino.
Dentro del pueblo, la tranquilidad te toma del hombro y te acompaña a caminar por el centro donde hay casas con techos de tejas y alturas que no llegan a dos pisos. El eje, como en la gran mayoría de Latinoamérica, es una iglesia de 400 años de antigüedad en la que se ofician costumbres coloniales como la danza de los diablos en tiempos de cosecha y la quema de granos de cacao en su frente de cemento.
La cosecha y la ceremonia.
Es que Chuao atesora de generación en generación una posta de costumbre para cultivar al cacao, y para pedirle a dios, al cielo y a maría santísima que nunca se pierda nada de nada. Por eso en tiempos de cosecha todo el pueblo se dedica a participar de esta ceremonia espiritual que viene de los años en los que se utilizaban a las catacumbas como lugar de castigo para los esclavos que no cumplieran con su trabajo.
El tiempo en este lugar es corto, es sintético, se toma de mañana, bien temprano, hasta mediodía, después está la vida y la espera para llegar al otro día. Por eso la tarde es un vacío en el que se meten algunos desalmados que buscan robarle minutos al reloj con pasear por las calles de Chuao.
Esos muchachos, extraños de parajes distantes, son los que pueden observar cómo todo el pueblo está pendiente de las nubes del cielo para prever sí se acaba el romance entre el sol y los cacaos que se tuestan en el frente de la iglesia. La ebullición y el movimiento histérico de acá para allá se producen en esos minutos previos a la lluvia con el fin de proteger el método artesanal que los hace conocido en todo el mundo.
La ayuda.
Chuao es muy diferente al resto de la costa del Caribe, no hay gente que camine con baldes para abastecerse del agua del río, y los focos de luz tienen con que prenderse. Tampoco hay grandes diferencias sociales entre ricos y pobres, y la prosperidad parece ser un amigo que vive a dos cuadras.
No existe la combinación de golpes al hígado, mentón y sien que son la pobreza, el contrabando y el narcotráfico que culminan en crimen organizado, violencia y otros delitos del mismo árbol genealógico, como la trata de mujeres.
Una de las explicaciones es su lejanía con el resto de la costa, aunque su hermana Choroní guarda la misma prosperidad, pero con más violencia. Pero sin lugar a dudas lo que ha mejorado la vida del pueblo fueron las obras de construcción de casas, fuentes de energía, agua, cloacas y el establecimiento de un mercado comunal que apuesta a una competencia solitaria para bajar los precios.
También que se haya declarado al cacao como un bien estratégico, lo que obliga a que sea una marca única y no pueda ser usurpada por otros países, como se hacía antes, y a dejar de exportar el 100% de esta materia prima (32% a una empresa alemana, 35% a la empresa estatal de cacao y 30% para los artesanos del pueblo).
Pero sí no se trabaja en el cacao también está la posibilidad de dedicarse a la pesca, una actividad que en el último tiempo se volvió rentable gracias a que la prohibición de que entren barcos de arrastre al mar venezolano. Esto generó un círculo virtuoso que tiro más peces al mar porque recompuso los ciclos de renovación del recurso e incluso ayudó a que aparecieran nuevas especies. Lo que impactó directamente en los platos de las familias de los pescadores artesanales.
Por actitudes como esta se ve que existe un Estado presente que protege a este pueblo con 430 años de antigüedad, uno que no se desatiende de sus responsabilidades sino que le tiende la mano a una población que resguarda un patrimonio cultural, natural y social que sería desbastado si estuviera en alta mar a merced de las olas y el viento.
Por eso el deseo que te empuja a irte de la vera de la ruta se choca contra una barrera invisible formada por estos pretorianos destinados a resguardar su principal fuente de subsistencia. Ellos saben que esta es su tradición y no están dispuestos a que nadie se las quite, por eso si el deseo rompe con esa barrera y agarra el fruto prohibido, su suerte mirará como caen las fichas detrás de las rejas ya que en Chuao es delito tomar lo que no es tuyo.