Independizarse del hogar materno puede ser un problema económico. Cada vez más jóvenes lo resuelven con el uso compartido de la vivienda. La experiencia de una tendencia moderna.

Por Guerchu
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Bob Dylan lo dijo: “Los tiempos están cambiando”. Pasan los años, mutan las costumbres; suben los precios. Pasados los 20, llega la hora de emanciparse y aquellos que no buscan formar familia antes de los treinta y largos, encuentran gran dificultad para conseguir un lugar donde vivir. Dedican su energía al trabajo, a las relaciones sociales, al arte, o al deporte. No ganan lo suficiente para alquilar un departamento y mucho menos para comprarlo. No los convence la incomodidad de habitaciones y pensiones, así como tampoco la vida con desconocidos.

“Cumplí 24 y me quería ir de casa. Al no tener mis padres un lugar, o plata para prestarme, empezamos a buscar casa o departamento para alquilar con tres amigos”, explica Nicolás, que ahora alquila una casa en Caballito.

Lo que antes era inevitable para gente del interior que venían a estudiar a la ciudad, ahora se reproduce también en los mismos residentes de Buenos Aires. Resignar la tranquilidad de una vida solitaria, por un alquiler más barato al alcance de un sueldo modesto, resulta una experiencia emocionante y enriquecedora que lleva a formar familias de amigos y amigas que transitan una parte de su vida sin planes en el futuro inmediato.

Establecido el grupo, conseguido el lugar, empiezan las normas de convivencia. Temas domésticos como compras, limpieza, orden y respeto de los espacios deben ser tratados. “Cada uno se compra lo suyo; con la limpieza nos turnamos, igual siempre hay que pasar factura; cuando uno limpia y el otro no, nos tiramos berretines”, dice Santiago, que alquila una casa en Almagro, “hablando del tema, me tengo que ir a limpiar el baño”.

Vicky alquiló hace poco un departamento en Vicente López con un amigo y una amiga. “Nos ponemos fechas y espacios que limpiar por semana –cuenta-; la comida la compramos por separado pero es medio una mentira, comemos todos todo, aunque todavía no sabemos organizarnos bien. La primera semana fue un caos. Con dos personas que casi no conocía, hay que tener paciencia; ahora tenemos un grupo en facebook para organizarnos y los miércoles cenamos los tres para hablar de la casa”.

La alternativa de la casa compartida surge como una respuesta a problemas económicos como el que resaltó el diario La Nación meses atrás, cuando publicaba “El desafío de vivir solo y llegar a fin de mes”

Florencia vino de Rosario y, con cuatro años compartiendo casa, ya es toda una experta en el tema. Con sus compañeros (acaso debamos llamarlos concubinos) diseñaron un sistema que llaman “la comuna”. “Hacemos un fondo común –explica- con los sueldos de todos los que viven. De ahí separamos lo que es del alquiler, los servicios y la comida. Dos veces por mes compramos en el súper y una al Mercado Central. De lo que sobra, cada uno toma una cantidad para gastos fijos como el celular, más un excedente semanal para otras cosas. Lo que sobra (si sobra), lo ahorramos para cosas para la casa”.

Si bien el sistema fue variando y adaptándose a las necesidades, se hace difícil en ciertos aspectos. Con respecto a los otros temas domésticos, “arreglamos de qué se encarga cada uno –explica-; uno hace las compras, otro limpia. Si uno vuelve después de las diez, el que cocina tiene que saber y cocinar de más para que quede. Todos tenemos que limpiar lo que usamos, ordenar, lavar la ropa. Si alguien empieza a dejar de hacerlo y esto se repite, nos juntamos a hablarlo”.

Sin embargo, no todo es color de rosa. Compartir la casa puede ser una solución pero también un problema. Las experiencias son variadas. Una discusión o pelea puede terminar en la separación definitiva. Volver a la casa de los padres duele, pero hay quienes lo ven como un incentivo para rebuscarse la vida y poder mantener un espacio propio.

Jessica, de 25 años, prefiere “ahorrar y hasta pedir ayuda a mis abuelos para poder comprar un departamento”. “No puedo convivir con nadie –asegura-, necesito mi espacio; no podría soportar que otro ensucie las paredes o raye el piso”.

Luisa estuvo viviendo con una amiga en un departamento por el centro. “A los seis meses me fui porque no soportaba que estuvieran las cosas tiradas en el piso y ni siquiera las notara; para no pelearme a muerte decidí mudarme”.

A pesar de los percances que puedan surgir, si las cosas se hablan previamente, si cada uno entiende que la libertad propia termina donde empieza la ajena, compartir una casa con amigos o amigas puede resultar una experiencia enriquecedora y una solución práctica para estos tiempos, en los que, muchas veces, el nivel de los primeros sueldos no alcanza a cubrir el precio de alquileres y el costo de vida.

Establecer reglas y respetarlas es la clave para lograr una experiencia sustentable, o de lo contrario, dormirán con el enemigo.